Verde esmeralda
Sabía cuál era el regalo idóneo para cada ocasión; como todo buen marido. Era también capaz de asociar colores y aromas con estados de ánimo, lugares con fechas señaladas y objetos con recuerdos, sin embargo: nunca supe el nombre de mi amante, todo era como un juego para mí: un encuentro casual, una llamada a deshoras, una cita intempestiva y poco a poco fui entrando en un extraño círculo vicioso y a llevar una doble vida que me exigía tener dos personalidades diferentes y no enrojecer ante la mentira.
Me excitaba todo de ella, hasta su lado oscuro, cuando la besaba, nunca sabía cómo ni cuándo íbamos a acabar y cuando la desnudaba ya no podía parar, hasta mis pensamientos se disolvían en su lengua mientras ella jugaba ávidamente conmigo, sabía todo lo que debía hacer y cómo hacerlo, llevábamos un año viéndonos a escondidas y nuestras citas eran cada vez más frecuentes pero nuestros encuentros esporádicos ya no bastaban para aplacar nuestros instintos y yo comenzaba a sentir remordimientos por los secretos de mis depravaciones, mi mujer y yo esperábamos un hijo y debía romper con aquella relación en contra de mis deseos más íntimos, así lo decidí cuando la llamé para citarnos en su casa aquella noche.
Estábamos a principios de Enero y hacía frío, los olores nocturnos se habían extinguido ahuyentados por los perfumes sutiles de las velas que iluminaban la habitación, todo parecía preparado para la ceremonia fúnebre que iba a tener lugar en breve; ella lo había dispuesto todo para celebrar nuestro año de relación pero yo había venido para asistir a un entierro…
Todo empezó como de costumbre: ella estaba desabrochándome el cinturón, su boca cubrió la mía, quise respirar pero sus labios abrazados a los míos estaban robándome el aire. Haciendo acopio de fuerzas, me aparté de ella y me subí los pantalones. Tanto me apresuré en hablar que mis palabras fluyeron atropelladas:
-Lo he estado pensando detenidamente y creo que debemos dejarlo.
Tratando de ignorar la vidriosa mirada que había en sus ojos verde esmeralda, mi mente había comenzado a rechazarla y su reacción sólo contribuía a empeorar las cosas: ahora estaba desabrochándome la chaqueta, paseando su lengua alrededor de mi cuello y frotándose contra mi entrepierna; no quería darse por aludida.
-¿No me has escuchado?: repliqué sujetando sus mejillas con ambas manos-¡Se acabó!
Ella me respondió con una de sus sonrisas mientras se relamía los labios, yo reaccioné suavizando el gesto y proseguí:
-Lo acabo de saber esta mañana: voy a ser padre.
Me miró con expresión incrédula pero el efecto que pretendía crear, cayó sobre tierra seca: la tormenta que estaba en el ambiente avanzaba rápidamente desde la lejanía, su rostro, tan ansiosamente deseado, debía ser expulsado de mi vida, pero entonces me di cuenta de que no había ensayado convenientemente mi papel: ella demandaba de mí un cambio de actitud que nunca llegaría, sus ojos mendigaban al principio, luego su cara se ensombreció a la luz de las velas.
-¿No hablas en serio verdad?: indagó.
Mi respuesta hizo estallar la tormenta:
-Nunca he hablado tan en serio.
Su mano se estrelló contra mi cara produciéndome un ardor sofocante del que intenté desahogarme empujándola contra la pared. La amplia carcajada que brotó de su garganta se prolongó hasta que empezó a mezclarse con un llanto incipiente. Entonces miré mi reloj intentando zanjar la situación e hice el amago de avanzar hacia la puerta, pero ella cogió mi chaqueta y desgarró parte de la tela con el forcejeo. Yo me volví y levanté la mano para golpearla pero me contuve. Se hizo el silencio, ella sorbió por la nariz intentando reprimir el llanto, parecía desesperada.
-Espera: musitó-No puedes dejarme ahora; no estoy preparada…
Su rostro estaba rígido como una máscara de papel, sus súplicas alimentaban mi ego, durante unos segundos me sentí un ser privilegiado, era capaz de tomarla y despreciarla, la tenía postrada a mis pies y el placer canalla que fugazmente experimenté ante aquella situación, hizo crecer mi autoestima.
-Me voy: dije tan fríamente como pude-Puedes ir haciéndote a la idea…
El humo de las velas acariciaba el techo espesando el aire, la sala olía a sudor y a cera quemada y allí, arrodillada ante mí estaba ella, desbordante de belleza y sensualidad, las lágrimas habían comenzado a arrastrar el maquillaje de sus ojos y se deslizaban por su cara dejando un rastro gris verdoso.
-¿Quién te has creído que eres? aulló, maldiciéndome con el fulgor de sus ojos derretidos-Míralo; un honrado padre de familia…¡No eres nada, un hipócrita como todos los demás! ¡Corre y ve a refugiarte bajo las faldas de tu mujercita!.
Me volví hacia la puerta intentando ignorarla cuando fui sobrecogido por el tono marcadamente abyecto que había adquirido su voz:
-Ahora escucha lo que te digo y recuérdalo bien cuando llegue el momento: ese hijo que estás esperando, tendrá un parto prematuro y nacerá muerto ¿Me oyes? muerto y deforme…
Contuve la respiración; había comenzado a inquietarme: la situación había ido demasiado lejos, yo quería golpearla pero no me atrevía y mientras salía de allí acosado por el tono aullante de su voz, mi mente reprodujo la imagen compensatoria de ella retorciéndose ante mis golpes. Ya en la calle, me sumergí en el frío y la oscuridad del mundo exterior intentando buscar desesperadamente un lugar abierto donde poder emborracharme.
Todo cambió desde ese momento, pronto descubrí que una serie de cambios habían comenzado a operarse en mí, poco a poco fui perdiendo el deseo sexual, y con los meses, aprendí a convivir con mi nueva realidad convencido de que había entrado en la crisis de los cuarenta. Entretanto, empecé e notar que Daniela ya no era la misma; tenía frecuentes crisis de malhumor, a menudo su tensión y su desasosiego eran constantes, agudizándose estos al caer la noche, entonces, solo yo, con la paciencia que me inspiraba el amor, podía soportarla. Atribuí sus cambios de carácter a su nuevo estado, pero estaba completamente equivocado, eran tan frecuentes sus arrebatos de cólera que con frecuencia me obligaban a abandonar la casa porque la creciente alteración de sus nervios estaba contagiando a los míos.
Avanzaba la gestación y al acercarse el séptimo mes, comenzaron las contracciones, transcurrían los días tensos e interminables, esperaba ansiosamente el momento de abandonar la oficina y volver a reunirme con mi mujer para conocer cualquier nueva anomalía, fueron días angustiosos, de reuniones aplazadas, de informes en blanco y de ausencias injustificadas, a veces me resultaba insoportable el mero hecho de permanecer lejos de ella durante las horas que marcaba mi calendario laboral, circunstancia que se vio agravada por el peso de aquellas noches en vela cuyos efectos habían comenzado a evidenciarse en mi aspecto.
Cierta noche, al llegar a casa, noté a mi mujer fingiendo que dormía, no me desnudé y a desgana cerraba los ojos tratando de no pensar en nada, pasado un rato, me levanté y encendí la luz de la cómoda, salí de casa y comencé a caminar entre grupos compactos de desconocidos que se arremolinaban en las principales avenidas del viejo casco urbano, sus voces sonaban como ecos lejanos, entremezclados con los acordes estridentes de los coches al cruzar la calle. No tardé en entrar en el primer establecimiento que encontré abierto, quedé apoyado en la barra con los ojos adormecidos ante la visión de las copas cuyo contenido se llenaba y se vaciaba como si de agua se tratase. Poco después, volvía a sumarme callado a aquella multitud ociosa. Llegado a este punto, mis ojos ya no lograban distinguir a las personas de las formas y de los objetos y sentía mi cabeza como un cóctel al que hubieran estado agitando durante horas, pero mi sed parecía no saciarse con nada, de modo que acabé desplomándome pesadamente sobre la silla de una terraza que encontré a pie de calle y llamé a gritos al camarero. Al rato, apoyaba la cabeza sobre el hueco que formaban mis brazos cruzados alrededor de una mesa repleta de vasos vacíos y caí en un profundo sueño.
Cuando las angulosas formas de la ciudad apuntaban hacia una claridad incipiente, desperté y me puse a caminar dando tumbos, cada resplandor era ante mis ojos como el fogonazo de una cámara fotográfica. Las calles estaban vacías y el silencio era total, marchaba arrastrado por un deseo inconsciente que anulaba mi voluntad, conocía el trayecto que estaba emprendiendo y el paisaje urbano así me lo confirmaba. Una parte de mí deseaba dar marcha atrás y emprender el camino a casa pero la otra parte, más débil y atrofiada por la resaca, era la que dictaba mis actos.
Cuando estuve frente a la casa, vi el rostro de ella a través de la ventana, parecía esperarme. Una impronta furtiva de rabia debió congelar mis labios en una mueca absurda, lo percibí al ver su sonrisa burlona desde abajo, aunque fue una imagen vaga, inducida por unos sentidos adormecidos que apenas me permitían distinguir hasta qué punto las curvas de sus facciones eran o no expresiones.
Cuando llegué arriba, ella estaba allí inmóvil, mirándome, quería rodear su cuello con mis manos y apretar hasta que cayera al suelo inmóvil, pero en lugar de ello, terminé cayendo de rodillas a sus pies mientras una voz suplicante y desfallecida brotaba de mis labios:
-Por favor: perdóname; he aprendido la lección: se que no debí jugar con tus sentimientos haz lo que quieras conmigo pero deja en paz a mi familia…
Cuando alcé mi rostro para mirarla, vi que su expresión había comenzado a cambiar de forma. La estancia, con todos sus objetos, comenzó a temblar como si una mano invisible agitara los muebles. Ella parecía un ser irreal, sus ojos brillaban como dos esferas resplandecientes y cuando movió sus labios para hablar, sus palabras golpearon mi mente como un martillo:
-Miserable gusano…¿Qué te hace pensar que aún me sigues interesando? ya tuviste tu oportunidad, sólo te quiero para divertirme viendo cómo te hundes en tu decadencia.
Todo a mi alrededor giraba dando vueltas sobre mi cabeza, a duras logré levantarme y comencé a retroceder tambaleándome y tropezando con los muebles hasta que choqué con la pared. Entonces, comencé a resbalar hacia el suelo porque mi mente no había reparado en el obstáculo que me ponía freno y creía seguir retrocediendo hacia un lugar recóndito.
-Mírate al espejo: prosiguió-Eres patético; ya no queda ni la sombra de lo que fuiste hace unos meses: ¿Qué mujer sentiría atracción por ti? por un borracho tembloroso y llorón... A ver, dime: ¿Cuánto tiempo llevas sin poder hacer el amor?
Yo la observaba con la mirada fija y sin parpadear, la tensión me mantenía pegado a la pared y mi mente seguía sin asimilar lo que entraba a través de mis ojos y oídos. Cuando logré levantarme de nuevo, lo hice temblando como un ser decrépito, algo mantenía agarrotados mis músculos y cuando logré llegar hasta la puerta, eché a correr escaleras abajo, encorvado y aferrándome con ambas manos a la barandilla, mientras, las risas de ella sonaban como un coro de voces aullando al unísono, sus ecos hacían vibrar las paredes y estas parecían formar un ominoso viento a mi alrededor.
Transcurrieron los días y ella no se reponía nunca; miraba indiferente a un lado y a otro, luego rompía en sollozos echándose a mi cuello; gemía de forma desconsolada redoblando el llanto de forma inesperada ante cualquier detalle imprevisto, luego los sollozos se iban apagando hasta quedar acurrucada en mi regazo, muda e inmóvil.
Con el paso de los días, fueron agravándose los síntomas; yo me pasaba horas dando vueltas por la casa en silencio mientras ella dormitaba; casi vivía en la sala de estar, caminando obstinadamente de un lado a otro, en ocasiones, entraba en el dormitorio y reanudaba mi ronda de mudos vaivenes mirándola cada vez que me giraba.
No tardó en sufrir alucinaciones que me transmitía con voz atropellada y los ojos abiertos como platos; una noche se quedó mirándome fijamente y al rato comenzó a gritar diciendo que había una mujer detrás mío...miraba con el rostro desencajado y se consumía entre delirios, perdiendo el conocimiento para volver a despertar con un grado más de demencia.
La única noche que me atreví a dormir a su lado por hastío y agotamiento, avanzó la noche en forma de seres viscosos que se arrastraban trepando hasta la cama: entre sueños, creí encontrarme con la tez y la boca de una mujer desprovista de aliento; eso fue antes de apartar de mí el río muerto y escurridizo de los cabellos que envolvían mi cara. A mi alrededor todo estaba a oscuras y envuelto por un abrumador silencio, pero mis ojos ya se habían abierto navegando en la oscuridad, primero vi la cama, luego la colcha colgando, más tarde, vi las manchas sobre la cama y lo que había sido un rostro humano, pero ahora estaba amoratado; extraordinariamente hinchado, sin facciones: tenía los ojos abiertos y casi fuera de las orbitas, sus pupilas enrojecidas me miraban fijamente, su lengua colgaba flácida dibujando una horrible expresión de burla en su semblante, pronto me vi envuelto por el fuerte olor corporal que exhalaba aquel cuerpo bañado en líquido viscoso.
Una tarde, recibí la llamada urgente del doctor avisándome que mi mujer estaba a punto de dar a luz, el equipo médico que la estaba asistiendo no había tenido tiempo de llevarla al hospital. Sin mediar palabra, dejé todo lo que estaba haciendo y salí del edificio, acabando en mitad de la calle donde me puse a buscar un taxi entre el tráfico; el miedo repentino que experimenté me dejó sin habla y sin resuello y a medida que llegaba a casa, mi cuerpo se llenaba de temblores. Llegué exhausto y casi resoplando, me detuve frente a la puerta de la habitación deseando no ver nada y el recinto que se encontraba tras la puerta, pareció extenderse hasta el infinito: Daniela gritaba como una poseída, retorciéndose en su lecho, mi corazón sobresaltado por un oscuro presentimiento, me mantenía paralizado a los pies de la cama.
Por el ensangrentado útero asomó una cabeza, el doctor me miró tras la mascarilla y adiviné en él una mirada desalentadora: la matrona introdujo de nuevo la mano y siguió tirando hacia afuera, entretanto, Daniela, sacudida por crecientes espasmos dolorosos, no cesaba de dar patadas, por lo que solicitaron mi ayuda. Querían que yo sujetara las piernas de mi mujer, firmemente abiertas mientras trataban de extraer el cuerpo del bebé. Yo me aferré a sus pantorrillas conteniendo sus convulsos temblores y desde esa posición, pude ver con todo detalle la salida de la criatura...la visión me mató casi de forma instantánea, vi plano a plano la habitación difuminarse ante mis ojos; creo que mi corazón se detuvo por unos instantes, el tiempo justo para caer en un sueño piadoso que me libró de seguir observando una imagen que mi mente no era capaz de aguantar.
Mi mundo se estaba resquebrajando; desde el álbum de fotos hasta el oro de mi anillo de bodas pasando por la mesa de mi despacho. Las mismas ideas que llenaban mi mente, estaban envenenando mi sangre, pasé días enteros con el corazón enfermo y acompañado tan solo por el ruido de los relojes y el zumbido de los electrodomésticos mientras Daniela se consumía en un demudado ensimismamiento que le había robado el habla confinándola en un árido letargo interior. La situación se hizo tan insostenible que llegué a pensar en el suicidio. Mientras tanto, un odio insuperable se apoderaba de mí, también pude ver la mentira que había alimentado desde mi doble vida y creí comprenderlo todo claramente: había sido un niño mentiroso; un niño cruel y sin sentido de la empatía y el castigo que debía pagar por ello me venía grande, pero ahora ya había pagado mis faltas y esta vez me tocaba a mí tomarme la revancha…
Hice los preparativos fríamente, sopesando los pros y los contras con detenimiento, y como si una fuerza extraña me guiara a través de un túnel hacia la tinieblas, me dirigí hacia la casa de quien había sido mi amante, parapetado en la oscuridad de aquella noche sin luna, las luces de los coches que pasaban por mi lado aleteaban como murciélagos, era Verano y la calle respiraba con aliento sofocado, el aire parecía vivo y la cansada y exhausta atmósfera me hacían sentir igual que mi entorno: exhausto y gastado pero trasgresor, había entrado en un juego que no podía abandonar sin antes jugar mi última partida.
No necesité valerme de trucos, conservaba una copia de la llave que ella me había entregado y entré sigilosamente como un malhechor. Al llegar a su habitación, la vi tumbada de medio lado con una sonrisa placentera bañando su semblante, la caja de somníferos sobre la mesita de noche, la ropa desperdigada por toda la habitación y las botellas por el suelo.
No sintió la humedad ni el olor de la gasolina como tampoco mostró perturbación alguna al ser bañada por el líquido que fui esparciendo sobre ella y a su alrededor.
Encendí una cerilla y salí de allí sin mirar atrás. Bajé las escaleras de dos en dos perseguido por el torrente de gritos que estalló a mis espaldas y cuando ya me encontraba en la calle, pude ver los ojos encendidos de la ventana que colgaba en la fachada vomitando destellos rojizos que iluminaban la calle. Cuando doblé la esquina, el resplandor desapareció de mi vista pero los gritos aun me perseguían, intenté aligerar el paso pero una maraña de nudos invisibles tironeaba mis músculos. Más tarde comencé a dar torpes zancadas con la sangre golpeando mi cabeza. El suelo hervía bajo mis zapatos y el aire se tornó sucio, como si el mundo se hubiera vuelto una oscura y sofocante habitación interior tocada por el techo de un cielo negro y sin Luna.
Cuando llegué a casa mudo y jadeante, Daniela me esperaba despierta, al oírme llegar, alzó la vista y puso su dedo índice entre sus labios pidiéndome que guardara silencio, allí estaba sentada, acunando entre sus brazos a un ser imaginario al que acariciaba suavemente con las yemas de los dedos. Cuando me acerqué a ella, nuestros ojos se encontraron e intercambiaron una breve mirada; recordé haber compartido muchas cosas con aquellos ojos que ahora parecían mirar a través de mí sin verme y entonces comprendí cual iba a ser mi destino: cuidarla con paciencia y cariño mientras ella seguía meciendo a un niño invisible entre sus brazos.

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