Un lugar en ninguna parte
-¿Qué me has echado en la comida, perra?
Gritó, sacudido por la evidencia de que algo devoraba su interior, la sensación de mareo que solía acompañarle tras haber cenado copiosamente era más intensa y persistente de lo habitual. Nadia era un rostro ingrávido que daba vueltas a su alrededor contra un fondo negro, podía ver sus rasgos en la creciente neblina de su desvanecimiento pero estaba seguro de ello: Nadia se estaba burlando de él. Intentó levantarse pero las piernas le flaqueaban, ella le miraba en silencio y una mueca de tímida maldad iba dejando a un lado la expresión de sorpresa inicial con la que había fingido reaccionar.
-¿Qué le has puesto a la comida?: resopló-¡Me has envenenado!
Ella se levantó y retrocedió unos pasos. Él entonces intentó avanzar alargando una mano hacia ella, quiso alcanzarla en la distancia mientras se apoyaba en la mesa pero cayó al suelo arrastrando el mantel tras de sí, con la cubertería, los platos y los vasos agolpándose en ruidoso tropel a su alrededor. Comenzó a arrastrarse alargando su mano hacia aquella silueta difusa que retrocedía a la misma velocidad que él. Fuera lo que fuera lo que había ingerido, había entrado en el riego sanguíneo y estaba paralizando sus miembros, era una sensación que se acrecentaba a cada segundo que pasaba, su corazón latía con agobiante lentitud, la rigidez se apoderaba de cada uno de sus músculos; de todo ello era consciente y espectador pasivo.
-¿Qué me has hecho perra…?. ¿Qué le has echado a la comida?: gimoteó agonizante mientras continuaba arrastrándose hasta los pies de ella.
Alzó el cuello intentando mirarla, su mano y su cuerpo se proyectaron hacia ella, con gran esfuerzo por su parte, pudo mirarle fijamente para cerciorarse de la expresión burlona que adornaba sus facciones: aquel rostro de suaves rasgos era el de una niña inocente que reprime la risa tras haber cometido una travesura, o eso le parecía a él: gritó; aulló de nuevo con voz quebrada y desfallecida:
-¡Qué me has echado en la comida, perra?
Nadia lo observaba en silencio y esperaba, sabía que el final estaba al caer, pensó que cuando había vertido aquel frasco de pesticida en la comida que cuidadosamente había preparado, estaba tomando la decisión correcta; era como si aquel veneno hubiese estado allí guardado en aquella estantería, esperando la ocasión para ser utilizado y aquella salsa que había aprendido a preparar constituía un cóctel de sabores indescifrable, todo había salido a la perfección.
-¿Qué me has hecho, perra?: restalló antes de quedar en silencio, y con la última exhalación, fue cerrando lentamente los ojos mientras un chorro de espuma fluía a ambos lados de su boca entreabierta. Nadia siguió observándole en silencio, centró toda su atención en él, pues quería estar segura de haberlo conseguido, el pulso de sus sienes parecía haberse detenido, sus negras pestañas no se movieron y recordó lo atractivo que le había llegado a parecer con aquellos ojos claros y aquella mata de pelo castaño adornando su amplia frente, su ropa hecha a medida que tan bien le sentaba aunque le diera un aire anticuado y aquellas botas puntiagudas de piel de serpiente.
Agachándose, alargó la mano y tocó su sien para asegurarse de que el pulso había dejado de latir. Entonces, tras una leve vacilación, se dirigió caminando de puntillas hacia la habitación, abrió el armario y se quedó allí, parada frente a él, sin saber porqué, luego comenzó a sacar ropa que iba dejando apresuradamente sobre la cama. De vez en cuando, cogía alguna prenda y se la colocaba por encima, volviéndose hacia el espejo de pared para ver qué tal le sentaría puesta. Alguna vez, en el transcurso de aquellos dos años, se había llegado a preguntar cuál sería la tendencia en ropa de la última temporada, pero allí aislada, era imposible saberlo.
Encaramándose a una silla, sacó la maleta vacía del altillo y comenzó a doblar la ropa cuidadosamente antes de guardarla. Cuando hubo terminado, se desvistió y corrió hacia el cuarto de baño donde se dio una larga ducha como hacía tiempo que no disfrutaba, hasta agotar el depósito de agua caliente del termo, y con la toalla enrollada en la cabeza, se acercó al espejo de la cómoda, examinándose con ansiedad, luego acercó su cara y tras peinarse mientras secaba su pelo con el secador de mano: puso amplios arcos rojos sobre las curvas de sus labios, esparció una nube de polvo sobre sus mejillas y la extendió ansiosamente en todas direcciones. Mientras coqueteaba frente al espejo, dio unos últimos retoques a su rubio y ondulado cabello cuyos rizos se aferraban en ocasiones a las púas del cepillo y lo hizo lo mejor que pudo, como si estuviera preparándose para asistir a un baile. Cogió el vestido que había apartado mientras hacía la maleta y se lo puso, retorciéndose a derecha e izquierda para bajar la prenda que se ciñó como un guante a su torso: era un suave tejido de Verano, adornado con vivos estampados y en colores cálidos que realzaba el blanco de su piel dándole un tono rosado.
Agitando los brazos en el aire para no perder el equilibrio, se puso los zapatos que hacían juego con el vestido; aquellos que llevaban el talón y la punta al descubierto y que probablemente, iban a causarle más de una molestia ya que durante aquel tiempo, se había acostumbrado a ir descalza a falta de un calzado apropiado para caminar entre los guijarros; tampoco tenía ropa nueva para ponerse, los mismos vestidos remendados que había guardado en la maleta, constituían el equipaje con el que desembarcó en aquella casa dos años antes.
Cogiendo el cadáver de Iván por los talones, lo llevó a rastras con gran esfuerzo hasta el garaje; una vez allí, volcó el bidón de gasolina que había a un lado de la pared, desgarró en varios trozos un retal de tela vieja que encontró en el armario de las herramientas y le prendió fuego antes de dejarlo caer al suelo, luego regresó al dormitorio y por un instante notó como sus cejas redibujadas con lápiz se derretían por el peso del sudor que caía por su frente.
Salió atravesando la parte posterior de la casa y fue hacia la carretera, su figura menuda atravesó los dos quilómetros de distancia que separaban la casa de la parada de autobuses hasta que el destello de las llamas desapareció de su vista, dejando una estrecha humareda negra al fondo que se proyectaba sobre un cielo rojizo. Brincando sobre los hoyos y los guijarros, corría inclinada por el peso de la maleta. Cuando llegó y volvió su vista atrás, vio la cortina de humo a lo lejos: a primera hora de la noche, aquel Sol de Junio había comenzado a esconderse dorando la superficie pétrea y sembrando el paisaje llano con un suave destello que lo confundía con el fondo de nubes del mismo color rojizo.
El autobús aun tardaría varios minutos en llegar, de modo que se sentó sobre la maleta que dejó en el suelo y esperó, sacando de vez en cuando el espejo de mano de su bolso y retocándose cuidadosamente allí donde la fatiga había derretido parte del maquillaje.
Se puso de pie de un brinco al escuchar el zumbido de un motor acercándose y el corazón le dio un vuelco mientras agitaba los brazos pensando en las veces que había visto ese mismo autobús pasar de largo en la lejanía desde su ventana sin que pudiera subirse a él.
Avanzó hasta el fondo del pasillo donde había visto un asiento libre, un joven se levantó y le ayudó a guardar la maleta en el portaequipajes de arriba y cuando arrancó el autobús fue como el batir de alas para un pájaro en cautividad. Pronto cayó la noche y el horizonte rojizo de aquel desierto se vistió con un denso manto negro.
Primero fueron algunas luces aisladas que rompían la monotonía de la noche a las que se sumaron otras en progresión creciente hasta formar un denso cuadro de luces que daban el aspecto de un decorado navideño. Fue entonces cuando decidió bajar por que no tenía donde ir, sólo deseaba llegar al centro urbano más cercano desde donde continuar el viaje más adelante, cuando llevara unas semanas trabajando y hubiese ahorrado algo de dinero.
No lejos de donde paró, encontró una casa con un cartel anunciando habitaciones libres. Pronto encontró lo que buscaba, era una habitación limpia y amueblada con discreto refinamiento. Se bañó en el cuarto que había al final del pasillo dejando que el agua resbalara acariciando su espalda, sus brazos y sus piernas, luego regresó a su habitación cubriéndose con la toalla y dejando las huellas de sus pisadas sobre el parquet rojo. Una vez allí, se puso el camisón y se acostó porque deseaba dormir, aunque estuvo tendida en la penumbra dándole vueltas a la cabeza incapaz de conciliar el sueño.
Una leve brisa entraba a través de la ventana entreabierta, pero a ella le ardía todo el cuerpo como le ardía desde que llegó allí, soportando aquel Sol que parecía adueñarse de todo el espacio visible. Dejó caer unas cuantas lagrimas pensando en su familia, a la que no veía desde que subió en aquel tren huyendo de aquel piso minúsculo donde vivían hacinados ella, sus padres y sus cinco hermanos. Añoraba el clima de su tierra natal, la caída de la hoja y la suave placidez de las breves tardes otoñales que anunciaban los rigores del Invierno, el suspiro de aquel viento gélido al chocar contra las ventanas y el paisaje cubierto bajo capas y capas de nieve, la desvanecida Primavera y el pálido fulgor del Verano.
Poco a poco, el silencio le llevó como un mensajero los recuerdos de los últimos tres años: había llegado tiempo atrás para trabajar como camarera, o eso creyó ella al menos mientras hacía cálculos pensando en el dinero que podría enviar a su familia.
Cuando llegó a su destino, dos individuos que la esperaban en la estación de tren le hicieron subir en un coche y la llevaron a un tugurio de carretera, allí le dieron la ropa que debía vestir, le enseñaron una habitación que debía compartir con otras tres chicas y le dijeron que empezaría a trabajar a la mañana siguiente.
De repente, se encontró rodeada de tipos borrachos que iban y venían como una multitud vociferante, en ocasiones, podía ver como alguna de sus compañeras se iba con uno de ellos al reservado de donde salían al cabo de varios minutos. El humo del tabaco inundaba aquel espacio cerrado pegándose a sus ropas e impidiéndole respirar y así transcurrieron los días…
A primera hora de la mañana se levantaba y sin apenas desayunar, debía poner a punto las barras para recibir a los primeros clientes. Si era un fin de semana: el establecimiento no cerraba en toda la noche, entonces tenía solo dos horas para descansar. Entre las cinco y las seis, el local permanecía cerrado para darle tiempo a barrer, vaciar los ceniceros y recibir a los primeros clientes, algunos eran simplemente madrugadores, pero otros llegaban aporreando ansiosamente la persiana metálica, arrastrando toda una noche de frustración y copas. Y allí permanecía ella hasta la madrugada siguiente, cuando los últimos clientes se marchaban a regañadientes o discutiendo por el importe de las copas que aseguraban no haber tomado.
Llevaba casi dos meses trabajando allí sin haber visto otro dinero que el de alguna propina ocasional cuando ingenuamente, decidió abandonar el trabajo y pedir el dinero que le adeudaban.
Primero habló con la encargada, quien le dejó bien claro que no podía recoger su maleta hasta que ella no hubiese devuelto el dinero que se habían gastado trayéndola desde su país, le dijo que debía considerarse afortunada y mostrarse agradecida, luego le dio a entender que tenían retenido su pasaporte sin el cual no podría ir a ninguna parte y que como hasta la fecha había rehusado a acostarse con ningún cliente, apenas había facturado dinero, y contra más tiempo tardara en decidirse, más dinero les adeudaría y por lo tanto, más tiempo tardaría en ver recuperado su pasaporte. De todos modos, intentó traspasar el umbral, pero el portero la retuvo. De repente, se encontró rodeada por la plantilla del establecimiento al completo, quienes habían acudido atraídos por la discusión, y se rieron todos holgadamente cuando ella les aseguró que había venido allí sólo para trabajar como camarera. Deborah, la encargada, la cogió fuertemente por el brazo y se la llevó para hablar con ella a solas: la volvió a llamar desagradecida e hizo insinuaciones sobre su familia, de la cual sabían casi todo y podía ocurrirles algo muy desagradable, y aunque este extremo nunca llegó a quedar demasiado claro, a ella le bastó para achicarse.
Una vez a solas con sus compañeras, estas le dijeron que todas habían pasado por lo mismo y que ella, por ser la más nueva, debía seguir levantándose la primera para recibir a los primeros clientes de la mañana. Después llegaría otra nueva y ocuparía su lugar, pero mientras no estuviera dispuesta a acostarse con quien se lo pidiera, su presencia allí, podía llegar a considerarse una carga y era posible que el dueño de aquel establecimiento llegara a considerar la necesidad de aplicarle un correctivo que sirviera de ejemplo a las demás. Nuevamente y de forma velada, volvieron las amenazas y le aconsejaron que fuera sensata pues a ellos no les importaba si vivía o no. Le enseñaron algunos trucos para facturar sin necesidad de acostarse con los clientes, uno de ellos consistía en hablar con todos, en reír siempre a carcajadas, hasta de las ocurrencias más absurdas, de este modo, un cliente motivado por su compañía, podía llegar a pedir una botella de champagne, con lo cual desembolsaba una cantidad equivalente a la que habría gastado acostándose con ella. Aquella noche, después de vomitar, regresó a su trabajo, intentando reprimir las lagrimas para que nadie supiera que habían vencido.
Vigilaban todo el correo, especialmente el que ellas enviaban y aunque ella escribía en su idioma, sabía que había varias paisanas suyas entre sus compañeras, Pese a todo: siguió escribiendo a su familia y en sus cartas, aseguraba que era muy feliz trabajando en una agencia de viajes, daba la dirección donde ella trabajaba, haciéndoles creer que vivía en un lujoso apartamento cerca de la costa y les prometía que en breve comenzaría a enviarles dinero. Pero el dinero no llegaba y el cáncer que sufría su padre, lejos de remitir, iba empeorando cada vez más.Cuando ella recibió la noticia, se pasó toda la noche llorando, primero lloró por dentro para que nadie la viera y después, cuando estuvo a solas, las lágrimas acudieron a sus ojos y no cesaron de brotar, como si nunca fueran a remitir.
Aun recordaba la primera vez que vio a Iván, no parecía como los demás, todavía podía imaginárselo erguido con su pantalón vaquero, sus botas y aquella chaqueta a medida. Se portó muy bien con ella, no la manoseaba ni le hablaba a empellones a unos centímetros de su cara, asfixiándole con su aliento etílico. Cuando vino la primera vez, quiso que ella se sentara a su lado y estuvieron hablando durante horas, ella con su amplio conocimiento del idioma lo entendía casi todo, excepto cuando él comenzaba a hablar deprisa, utilizando expresiones y frases hechas que debía cazar al vuelo, pero en ningún momento se mostró grosero y no dejaba de hacerle cumplidos mientras acariciaba su pelo rubio del que decía que era como el oro. Cuando regresó la segunda vez, le llevó flores y bombones y a la tercera, un anillo.
-Cásate conmigo: le dijo-Piénsatelo hasta que vuelva, y no te preocupes por los demás, hablaré con el dueño; es amigo mío, le convenceré.
Se imaginó la casa tal y como él se la había descrito: un lugar de paz donde podría vivir a sus anchas. Sus compañeras le dijeron que Iván era un buen hombre y que había tenido mucha suerte pues acababa de enviudar hacía poco tiempo y aunque rondaba ya los cuarenta años, seguía conservándose atractivo.
Deborah, la encargada, parecía ser quien mejor le conocía y cuando se despidió de ella, casi no dijo ni una palabra, pero se le quedó grabada aquella última mirada que le arrojó mientras salía por la puerta llevando su maleta: aquella mirada parecía llevar un mensaje codificado que le desconcertó; ojalá hubiese hecho caso de su instinto, el cual le decía que no subiera a ese coche, que tirara la maleta y apretara a correr carretera abajo mientras aun estaba a tiempo…
En cualquier caso, Iván constituía su último punto de referencia hasta la fecha, claro está que al principio hubo buenos momentos: cocinaba, cosía, fregaba la casa de arriba abajo, limpiaba y tendía la ropa y lo hacía encantada, pero con el tiempo, la casa terminó revelándose como una prisión, mucho peor que aquel tugurio de carretera.
Las primeras veces: él le pidió perdón tras golpearla, pero cuando la excepción se tornó rutina, él ya no se molestaba ni en fingir consternación y…¿Qué sentido tenía seguir allí si él no iba a cambiar?.
El día que decidió marcharse: él la sorprendió haciendo la maleta. Y cogiéndola del brazo, la llevó a empujones hasta la puerta. Dijo:
-¿Quieres irte? Pues adelante: vete.
Entonces, ella miró a ambos lados sin ver otra cosa que la inmensa llanura que parecía perderse en el horizonte. Desde donde se hallaba, era imposible saber donde terminaba el desierto.
-La parada de autobuses está unos dos quilómetros más abajo: dijo él con voz burlona-Pero no te hagas ilusiones: ya me ocuparé yo de que no estés allí para subirte a él, eso sí: podrás verlo pasar de largo si quieres desde la ventana de la habitación.
Viendo que estaba a punto de romper a llorar, él se echó a reír y cogiéndola por la mejilla con la fuerza de una tenaza, tiró de su mano hacia arriba hasta casi alzarla del suelo y dijo, apretando los dientes:
-Yo te he comprado, no lo olvides.
Abrió los ojos, alertada por las luces que entraban a través de la ventana y saltando de la cama, se asomó para ver las luces multicolores acompañadas de música que procedían del parque situado a un par de manzanas más abajo. Sin pensárselo dos veces: se quitó el camisón y volvió a enfundarse el vestido que se ciñó a su torso marcándole los pechos.
Desde la ventana, veía las bombillas multicolores y las cintas de papel coloreado anudadas alrededor de los arboles que rodeaban la plaza. A medida que se acercaba, pudo ver también las mesas y las sillas repartidas por toda la calle y las barras móviles dispuestas en las esquinas, pintadas con el logotipo de una conocida marca de cerveza. Bajó la vista y se concentró en atravesar la calle al oír silbidos a su alrededor, el corazón se le había desbocado.
Una banda tocaba música en vivo desde una tarima situada en el centro de la plaza, y esto, unido a las deslumbrantes luces, le animaron a sumarse a la multitud que llegaba desde todas partes, la música hacía su voluntad y en esa diversión se adentró ella como un pájaro que acabara de abandonar el nido.
Un joven se le acercó y ella se volvió al oír una voz detrás suyo, miró hacia arriba y se quedó rígida cuando vio el rostro sonriente del joven, vio la mano en el antebrazo y contuvo el aliento porque una sospecha se había apropiado de su mente, pero en lugar de una placa de policía, lo que extrajo aquel joven del bolsillo de su chaqueta fue un paquete de tabaco que abrió para ofrecerle uno.
-No, gracias: dijo ella instintivamente, y sus comisuras se curvaron cuando escuchó el primer cumplido que recibía en mucho tiempo.
-¿Rusa?: soslayó el joven.
-No: rectificó ella-Soy de Ucrania. El joven parecía sereno y esto le inspiraba confianza. Se acercaron al puesto de bebidas y mientras él pedía, ella ocupó una de las mesas. Estuvieron bailando y riendo hasta pasadas las cuatro, luego se despidieron y ella volvió sola a su habitación.
Allí tendida, mientras intentaba recobrar el sueño, volvió a retomar el curso de sus pensamientos; el peso de los recuerdos la acuciaban; estos parecían alimentarse del silencio, la acompañaban a todas partes.
Pensó en Iván allí tendido mientras era devorado por las llamas, pero…¿Qué podía hacer ella? A veces no tenemos elección y el deseo de todo preso es siempre escapar aunque para ello tenga que matar a su carcelero.
Cuando vio aquella imagen cobrando forma delante suyo, tuvo que abrir y cerrar los ojos varias veces para asegurarse de que estaba despierta.
-¿Iván?: musitó ante la visión traslúcida que lentamente iba cobrando forma frente a ella.
Lo que vio en un primer momento fue una sombra neblinosa definiéndose lentamente y adquiriendo consistencia. Ahora: lo que tenía delante era un cuerpo rojo e incandescente pero informe, como un tronco humeante que hubieran extraído de la chimenea.
Después vio el rostro y las extremidades: era la masa ósea de un ser humano consumido por las llamas, no cabía la menor duda; era Iván, miraba confusamente a su alrededor, hasta que su vista se detuvo: parecía haber reparado en su presencia.
Alzó su mano huesuda y señalándola con la falange, abrió su mandíbula calavérica expulsando una bocanada de humo al tiempo que gritaba con una voz que parecía emerger del fondo de una caverna.
-¿Qué le has echado a la comida, perra?

Comentarios
Publicar un comentario