Némesis
Amanecía un día gris, heraldo de otros días sin noche y de noche sin día, transcurría el tiempo allí donde el tiempo se había detenido en una única estación de húmeda neblina y de tierra seca, de permanente crepúsculo y de clamoroso silencio: tras las murallas de la ciudad palpitaba bulliciosa la vida ajena a los fatales avatares del mundo exterior y la tierra que rodeaba a las murallas respiraba fértil y viva, pero a lo lejos, donde se perdía la vista, yacía un territorio infame, una tierra de desolación, bajo cuyo cielo destemplado revoloteaban las negras aves de la muerte y la desesperación, insaciables alimañas al servicio de quien se había erigido como único amo del pensamiento y la vida de los hombres.
Arriba, en el castillo, reinaba la oscuridad: el rey era un anciano octogenario que iniciaba su paseo matinal a través de los largos pasillos del palacio; caminaba con paso lento, acompañado de su primogénito, parándose de cuando en cuando frente a uno de los escasos ventanales para contemplar con gesto melancólico lo que bien podría ser el último amanecer que vieran sus ojos.
Aquella mañana, el rey andaba meditabundo, indeciso, embriagado por el silencio y deseoso de guiar a su heredero hacia los mismos sentimientos de piedad que habían presidido su reinado, pero intuía cercano su final y cada día que transcurría, veía consumirse su propósito ante la triste evidencia de haber traído al mundo a un futuro déspota.
-Algún día todo esto será tuyo: comenzó a decir el anciano-Serás dueño de tus ilusiones y te lanzarás a la vida despreciando al mundo, pero tu dicha nunca será sincera si no eres justo con tu pueblo y digno de cumplir con los deberes que has contraído: observa el horizonte y dime qué ves: mas allá de estos paramos no hay nada; el mundo agoniza preso de una terrible maldición que ha sellado nuestro destino, solo queda una esperanza, pero debes hacer caso omiso a los espejismos de una vida fácil, olvidar el rencor que envenena tu alma y no dejarte aconsejar por la usura y la codicia que te acompañaran desde el momento en que seas coronado.
El príncipe escuchaba a su padre con la mirada perdida. Sus ansias por ocupar el trono disipaban toda su atención y todos los esfuerzos de su padre por aleccionarle no eran otra cosa para él que el discurso senil de un anciano propenso a las meditaciones.
-Ahora escucha atentamente: prosiguió el viejo rey, irguiéndose sobre su espalda dolorida para atraer la atención del joven príncipe-He sabido por los mensajeros que El Elegido ya ha sido designado entre los jóvenes candidatos del otro lado del valle y que en breve, deberá partir hacia tierra de nadie donde le aguarda un futuro incierto. Quizás, yo no esté aquí para presenciar su llegada pero si esto es así, quiero que tú dispongas todo lo preciso para recibirle con los honores que se merece, por que el futuro de esta tierra depende de él, de su brazo diestro y de la espada que con justicia empuña; sólo él puede liberarnos de la maldición que gravita sobre nosotros.
El joven príncipe asintió sin convicción y asió a su padre por los hombros al ver que sus esfuerzos por mantenerse erguido le habían dejado sin resuello, prosiguiendo ambos el lento transitar a través de los largos corredores del castillo. En la mente del joven príncipe, se cocían ya las acciones que iba a emprender en breve contra sus enemigos, aquellos que desde su nacimiento le habían declarado incapaz de gobernar, que con mirada abrupta le habían señalado a través de los años como el futuro tirano y cuya presencia empantanaba sus pensamientos: estos debían morir en breve con el primer rayo del alba y sus cuerpos expuestos en la plaza pública como escarmiento para unos y ejemplo para el resto.
Abajo, en el valle: hombres y mujeres se habían reunido en círculo para escuchar al recién llegado y en medio de aquel foro de rostros desprovistos de voluntad, se alzó su voz cual luz que centellea en la noche:
-Dicen que la llegada del Elegido es inminente y que es él quien debe acabar con este reinado de miedo y dolor. Dicen que se avecinan tiempos de bonanza y prosperidad pero yo os digo que cuando el nuevo rey sea coronado, cada uno de vosotros deberá ceder la mitad de sus posesiones al nuevo administrador. ¿Vais a sacrificaros para pagar los vicios de un crápula? vengo desde tierras lejanas, sorteando toda clase de peligros con un único propósito: reclamar lo que me pertenece, porque aquel a quien aun llamáis rey, tuvo un hijo que nunca quiso reconocer. Ese hijo soy yo, y llevo toda la vida esperando este momento para sentarme en el trono y librar a este pueblo de déspotas y embusteros…Ahora, volved en silencio a vuestras casas y a vuestros quehaceres y no habléis de esto con nadie, recordad que no hay piedras mudas ni paredes sin ojos y que se avecinan días tormentosos, pasados los cuales llegará la calma. Iros en silencio y afilad todo aquello que tenga filo por que cuando llegue el momento, yo os diré lo que debéis hacer.
Transcurrieron las horas, el Sol iba bajando, las sombras se alargaban y al caer la noche, una gran agitación se adueñó de aquel castillo: criados con antorchas recorrían los pasillos de un lado a otro, luces vacilantes subían y bajaban por los corredores, mil ruidos siniestros herían aquel silencio terco. Mientras, abajo, la llanura se pobló de gritos aterrorizados, de aullidos salvajes. A veces, el viento sonaba distante y otras, emitía un clamor luctuoso, como si la naturaleza muerta se estuviera mofando de las bajezas humanas.
Como el lobo que espía a su presa, cabalgaba El Elegido acechando a las sombras que sobrevolaban a su alrededor. Devoraba el camino, azotaba con los cascos la tierra baldía e incierta y los negros guijarros escapaban ante él como un ejército en desbandada; corría como un poseso sobre lo que parecía una extensión infinita de arena iluminada por la Luna: cabalgó a través de una superficie de tierra plana, bordeó un largo acantilado y ascendió a través de una cuesta abrupta que se erguía sobre las rocas, después, descendió con el propio terreno hasta donde la arena se derrumbaba y crepitaba bajo los cascos de su caballo. Allí, vio luces brillando a lo lejos como ojos en un mar de ceniza y rodó a través de la escarpada pendiente. A medida que se acercaba, la luz que marcaba su encuentro se expandía a través de las dunas y de las paredes de arena; la noche olía a cosas que habían dejado de existir, el tiempo había desaparecido en aquella interminable sucesión de gris. Un haz de niebla sin principio ni final empañaba la tierra, y el frío lodo saltaba en todas direcciones al ser golpeado. Las tenues luces comenzaron a crecer en medio de la oscuridad: era una fogata cuya luz emitía un resplandor rojizo que podía verse desde lejos: El Elegido guió su caballo hasta allí y llegó hasta un claro que parecía un anfiteatro encajonado entre murallas de piedra, el fuego proyectaba un entramado de sombras temblorosas sobre el suelo liso y las rugosas paredes. Vio los altos muros, como bastiones brillantes recortándose sobre un neblinoso cielo que parecía un techo alto y abovedado y bajó su vista hacia el suelo mientras descendía de su caballo, donde se arremolinaban las sombras y donde brillaban luces pequeñas y chispeantes. Allí agazapada estaba la vieja Parca, quien conocía su destino, como así le habían enseñado. Dio unos pasos hacia el calor de la hoguera y se sentó frente a ella, de modo que los ojos de la Parca quedaban frente a los suyos y dijo con voz firme y clara:
-Mi pueblo te envía saludos, vieja sabia: soy El Elegido y necesito saber.
La Parca alzó la vista y su rostro arrugado y blanquecino asomó entre los pliegues de sus ropas harapientas. Con gesto extenuado, clavó sus ojos en los de él, su mirada emponzoñaba el aire como el brillo efímero de las brasas.
-¿Elegido por quien?: preguntó con voz sesgada-¿Y porqué necesitas saber?: si tu corazón requiere valentía, la ignorancia puede ser un don. ¿Acaso quieres renunciar a tus dones?
El recién llegado tenía la vista fija en aquel rostro arrugado e impenetrable que le hablaba como si le conociera desde su nacimiento, sabía que nada podía ocultarse al escrutinio de la vieja parca porque ella leía el pensamiento. Tras un instante de duda, respondió calibrando una a una sus palabras:
-Acabo de dejar a mi pueblo tras ser nombrado como El Salvador, y tras haber recorrido incontables leguas de camino, todavía no he encontrado a ningún adversario digno de ser llamado como tal; los siniestros pobladores que habitan este lado de la tierra son tan débiles como los habitantes que he dejado atrás, sus frágiles cuerpos se desmenuzan como carroña bajo el filo de mi espada. El odio que me acompañaba en mi partida se ha truncado en aburrimiento. ¿Qué otros peligros me acechan en mi viaje?
La vieja parca cogió un leño para arrojarlo al fuego y mientras lo sostuvo en la mano, sus huesudas manos temblaron, una cabeza de cabellos grises, ojos brillantes y boca bermeja se agitó convulsivamente: el leño cayó al fondo de la hoguera donde crujió y se descompuso chisporroteando en todas direcciones mientras una voz hosca y apagada se perdía en la noche.
-Antes existió vida en estos parajes, pero ahora, sólo hay alimañas acechando. La misma ofuscación que ha corrompido el alma de los hombres ha engendrado a estos seres a quienes algunos llaman demonios. Lucha contra ellos pero no los subestimes; está escrito que alguien a quien llaman El Elegido, deberá llegar para derrotar al mal, pero recuerda que si invocas al mal, aun sin saberlo, para derrotarle: estarás sirviendo a sus propósitos. Ahora debes marchar: te espera un camino largo y tortuoso, y si en algún momento, te asalta la duda, trata de conservar tu corazón puro, permanece fiel a tu virtud y no te dejes tentar por la soberbia.
El Elegido se levantó y montó su caballo en silencio, reflexionando sobre las palabras de la Parca. Mientras se alejaba, vio un estrecho sendero que se abría detrás de las rocas. Recorrió una curva del camino y al volver la vista atrás, aún pudo ver la luz de la fogata recortándose sobre las piedras.
El viaje nocturno transcurrió deprisa, pero todavía debía transcurrir otra noche de sempiterna niebla para que la neblina de su mente se disipara, el silencio le guiaba a través de su camino y mientras cabalgaba, sus pensamientos vagaban indecisos, unidos en un solo y mudo clamor.
De pronto: sus ojos, fijos en el horizonte, no tardaron en divisar la figura aleteada que volaba hacia él; parecía venir de un limbo impreciso detenido en el tiempo, elevándose sobre correosas alas hacia un mar de negrura, arrastrando sus dos abultados bucles sobre la espalda.
El Elegido sujetó el estribo, hincó las rodillas y aflojó las riendas, espoleando con fuerza el caballo que partió como una flecha al encuentro de la sombra alada. El cielo vibró con el batir de sus alas mientras su sombra surcaba la estigia oscuridad. Abrió las garras y sus largas alas y descendió sobre él planeando; parecía un ser inmaterial volando libre y todopoderoso, dominador del medio.
El Elegido desenvainó y se preparó para acometer un único y certero golpe, la espada se clavó en el cuerpo del monstruo cuando aún estaba en el aire, y sus correosas alas se agitaron frenéticamente, su boca se abrió, sus colmillos brillaron bajo el cielo gris y cayó emitiendo un grito de agonía.
El caballo dio un brinco alzándose sobre sus cascos posteriores en señal de victoria y partió a galope tendido cruzando un erial de negrura gélida y opaca; las herraduras arrancaban a las piedras enjambres de chispas que formaban una estela de fuego a su paso. Mientras, una segunda bestia apareció merodeando a su alrededor. El Elegido se preparó para volver a atacar y viéndola caer en picado hacia él, levantó su espada y esperó, entonces pudo verse a la sombra girando en el aire mientras se alejaba.
Volvió aleteando frenéticamente y El Elegido tomó impulso para asestarle un gran golpe. La cosa colisionó violentamente contra el filo del metal y de inmediato, el firmamento quedó rasgado por sus gritos: su cuerpo cayó mientras agitaba sus alas torpemente y cuando se produjo el impacto, se enroscó sobre sí misma y quedó allí, permanentemente inmóvil.
Más allá, adentrándose en el reino nocturno y entre la niebla, el silencio volvió a romperse por tercera vez por cientos de gritos que retumbaban en el aire. El corcel relinchó nervioso y salió de golpe como un rayo: una numerosa procesión voladora planeaba sobre él y su jinete; era una masa negra erizada, como un torbellino de puntos más negros que la noche, poco más tarde: el arco profundo del firmamento ya había desaparecido; nada era visible arriba salvo el brillo apagado de aquellas masas negras. Y del mismo torbellino que formaban, procedía un ruido chasqueante, de roce, como de cientos de tambores tocados salvajemente. El Elegido sacó su arco, se irguió sobre su caballo mirando a su alrededor e insertó una flecha tras otra en el arco que iba tensando una y otra vez.
Cabalgaba volando sobre la superficie arenosa, indiferente al peligro y erguido sobre los estribos, las saetas de su arco silbaban en todas direcciones y a medida que hacían blanco, las alimañas batían sus alas convulsivamente y caían precipitándose al vacío sin que nada detuviera su larga y mortal caída, hasta que sus gritos de rabia acabaron convertidos en un grito lejano mientras se dispersaban sus masas oscuras dejando el cielo libre y silencioso.
Pero el signo de la eterna batalla aun tardaría en cambiar: un nuevo ser, superior en tamaño a los que había dejado atrás, se acercó volando entre los gélidos vientos con un suave batir descendente, sus ojos fundidos en la oscuridad, explorando el terreno, golpeando el aire con sus enormes alas. Lentamente, el cielo parecía resquebrajarse con un velo torrencial que surcaba el firmamento: la cosa se tensó en el aire y permaneció allí, con las alas abiertas, cortando la niebla con sus garras mientras abría sus enormes fauces, por lo que permaneció unos segundos detenido. Tras ese breve instante, descendió hacia él como una ondulante franja gris. Gritó y ese grito se elevó en la noche, arrancando ecos en el vacío y en las húmedas tinieblas. Con rabia y furia, El Elegido levantó la espada, sosteniendo las bridas con la otra mano y se puso de nuevo en marcha con tanta velocidad que parecía volar. Debajo suyo, el terreno fue descendiendo abruptamente hasta desaparecer dejándole en la cima de un oscuro desfiladero. Miró hacia arriba y la vió descendiendo, igual que un ave volando hacia su presa: era enorme, como una nube de humo, cayó sobre él, describiendo una trayectoria oblicua a una velocidad frenética y el jinete le golpeó con un impacto meteórico.
La brusquedad de este primer ataque, tensó cada nervio de su cuerpo, pero esta vez su adversario no se derrumbaba con el primer golpe: se apartó, elevándose en el cielo donde tenía refugio, batiendo sus alas sin descanso y cayó de nuevo sobre él, pero su pretendida víctima se movía con rapidez y golpeando con destreza innata: la cosa rodeaba al cuerpo del jinete con largos y gélidos brazos; los cascos del caballo golpeaban las piedras, el afilado acero de la espada silbaba golpeando con enloquecido frenesí pero la criatura recibía sus golpes como una planta que hunde sus raíces en terreno ponzoñoso, los cruces y entrelazamientos de ambos arrancaban trozos de carne que volaban como guijarros a uno y a otro lado. El Elegido recibía los golpes y arañazos de la bestia con mudo dolor y sin desfallecer por que le guiaba un deseo manifiesto. Vio aquellos largos dientes puntiagudos abriéndose sobre su propio rostro y blandió su espada con gestos frenéticos pero lanzando golpes certeros hasta que la vio estremecerse delante de él; sus gritos eran cada vez más débiles, pero en medio del silencio, sonaban como truenos.
El forcejeo siguiente duró poco y cuando acabó, jinete y caballo volaron entre las rocas y las piedras grises hasta llegar a un espacio abierto, cercado por una oscura muralla de rocas. Enfrente suyo y a la izquierda: la pared, y a su derecha: el precipicio que se abría bajo el desfiladero. La cosa se fue estirando, alargándose como una hilacha de niebla delgada y oscura para volver planeando hacia él, y volvió a chocar mortalmente contra el acero templado. El Elegido lanzó otro golpe que le alcanzó de lleno; el afilado metal fue proyectado hacia atrás por el impacto y volvió a surcar el aire silbando y arrancando surcos invisibles en su camino. Un último grito se desvaneció en el aire inundando todo el espacio con su clamor y la siniestra forma se perdió en el negro cielo agitándose convulsivamente. Vio su sombra trémula recortada contra el cielo; la dirección de su corta carrera desaforada terminó tras la línea de rocas afiladas, y por encima del rugido del viento, escuchó un gemido que parecía provenir del fondo del abismo.
Preso de un odio que aun no había enmudecido, El Elegido cabalgó en aquella dirección, siguiendo a la criatura en su caída y halló un hueco donde la roca abría sus fauces llevándole a través de un paso estrecho hacia una abertura circular de altas paredes salpicadas de agujeros negros y profundos. Allí percibió un sonido distante que parecía proceder del fondo de uno de aquellos hoyos. Bajó de su caballo y se adentró en el interior de una cueva que formaba un túnel angosto y estrecho en su entrada ensanchándose paulatinamente a medida que avanzaba. Era el propio instinto que guiaba sus pasos el que agudizó sus sentidos mientras era engullido por aquel espacio en sombras velado a la luz y a las emanaciones del exterior y cuando llegó hasta el corazón de la cueva, cada partícula minúscula vibraba ante sus ojos con luz propia; cada fluctuación de aire restallaba en su entrañas como ecos de voces vivas: allí estaba; bajo la abertura que una naturaleza inquieta había inferido en el techo de la cueva; eran los restos de la criatura a la que acababa de herir de muerte, yacía convertida en una masa oscura y hedionda de barro viscoso y parecía derretirse a ojos vista con un palpitante borboteo; la descomposición de la materia se había adelantado a la propia muerte, síntoma inequívoco de su naturaleza envilecida.
Subió el arma y golpeó una y otra vez con el furor que infunde el asco, y de lo que había sido un ser alado, manó un fangoso vapor que ascendió hasta desaparecer a través de la grieta, poco más tarde, los restos de aquel ser se volatilizaron, convertidos en humo pestilente.
Transcurrieron varias jornadas de viaje sin descanso en el curso de los cuales, siguió dando muerte a todas cuantas criaturas se cruzaban en su camino, pero estas eran cada vez menos numerosas y sus encuentros con las alimañas que poblaban la tierra eran menos frecuentes con el transcurrir de los días hasta que un día, con el devenir del alba, desaparecieron de su vista.
Lamentándose de su soledad, pero inaccesible al desaliento, sabedor de que los largos años de espera tocaban a su fin, vivía cada momento como una ensoñación. Un amanecer sin día iluminaba su camino y mientras se internaba en una llanura de tierra quebradiza, vio a lo lejos la media luna de blanca arena, la cinta brillante del río que discurría febril, el halo rojizo de la ciudad que se alzaba sobre la llanura con sus vetustas murallas rodeándola y el castillo con sus muros de piedra brillante presidiendo el paisaje. Su caballo exhalaba espesas nubes de vaho y en vano intentó tranquilizarle. La luz de aquella mañana acariciaba cálidamente un suelo árido y reseco, un sol parcialmente encapotado proyectaba franjas de luz y de sombra sobre la abrupta superficie y sobre la capa mancillenta de tierra, yacía la misma niebla que cubría la capilla de un paraje yermo.
Llegó a las afueras de la ciudad donde una tropa de niños viejos comenzó a seguirle en silencio; la más lamentable desolación brillaba en sus rostros cetrinos. Atravesó hileras de casas que cerraban sus pórticos a su paso, más adelante, un grupo de gente acudió a su paso; tenían el semblante enjuto y formaban el grupo de personas mas melancólicas y doloridas que había visto nunca.
Mientras avanzaba por las calles de la ciudad, iba escudriñando cada ventana y cada balcón; sus ojos divagaban inquietos entre rostros que parecían observarle fugaces y cautelosos.
Refrenó el paso al llegar a- una amplia plaza donde figuras achaparradas y enjutas llegaron desde todos los rincones rodeándole en silencio, y cada vez que hacía un gesto para acercarse a alguien, este se retiraba preso del pánico. Esto hizo que una honda agitación se despertara en su interior: saltó de su caballo y comenzó a correr por las calles de la ciudad, parando a todo aquel que se cruzaba en su camino, pero por mas febriles y atropelladas que eran sus frases, no obtuvo otra respuesta que el silencio a sus preguntas y cuando alguna voz intentaba articular palabras, se perdía en ese gesto vano. La ciudad de la que tanto le habían hablado, era una tierra desolada y árida, repleta de seres atemorizados que farfullaban mudos el declinar de su propia existencia; el edén superviviente a la devastación, se había revelado ante sus ojos como una prolongación de la oscura realidad que había conocido en su periplo.
Transcurrido un tiempo, subía la larga escalinata de piedra que conducía al castillo y atravesaba una tras otra sus oscuras estancias. A medida que avanzaba a través de los corredores, cada estancia era más oscura que la anterior. Sobrecogido por oscuros y terribles presentimientos, gritó con todas sus fuerzas y el eco de su propia voz le devolvió un grito entrecortado; un eco de cosas no vivas, burla de todo lo que no era real.
Abrió la última de las puertas que encontró en su camino y esta cedió con un gran crujido: había llegado a una gran sala circular rematada por columnas, con un gran techo abovedado y rodeada de puertas en todos sus extremos, allí se detuvo, rígido ante la visión de cien cuerpos agazapados, buscando refugio en la oscuridad. Apenas hizo el gesto de avanzar hacia ellos, estos se levantaron y se dispersaron corriendo en todas direcciones, tropezando unos con otros antes de desaparecer escabulléndose tras las puertas al cerrarse.
Cuando se giró para volver sobre sus propios pasos, oyó un llanto surgiendo de entre las sombras, entonces vio la silueta oscura e imprecisa de un ser arrastrándose torpemente. Caminó sigilosamente hacia él y cuando la distancia le permitió verlo de cerca, pudo distinguir una cabeza de cabellos negros y ojos brillantes cuya boca bermeja se agitaba convulsivamente.
-No me hagáis daño: sonó una voz acongojada-Por mis venas corre sangre real y mis heridas tardan en cicatrizarse…
La figura seguía arrastrándose y contorsionándose entre temblores mientras trataba de cubrirse el rostro con las manos. Sus ojos, como dos llamas gemelas, parecían arder; su voz era una súplica desgarradora:
-Tened piedad conmigo; puedo ser honesto y os lo quiero demostrar, todo lo que yo tengo os pertenece, he sido impío para conservarlo y he sembrado mi reino de cadáveres para salvarlo de manos depredadoras.
-¿Pero qué estás diciendo?: bramó El Elegido sin dar crédito a lo que escuchaba.
La figura pareció doblarse sobre sí misma; el terror dibujaba arrugas en su cara, sus ojos estaban desorbitados, sus labios retraídos en un gruñido animal, un largo y desesperado lamento recorrió la estancia:
-Tened piedad de mí; ahora no soy menos esclavo que la escoria que me rodea: ellos me obedecían ciegamente y yo obedezco los dictámenes de mi propia ambición.
-¿Puedes verme?: preguntó El Elegido.
Sus párpados aletearon: se quedó mirando fijamente al vacío como señal de ceguera luego sus labios se abrieron en un estertor; sus últimas palabras fluyeron atropelladamente:
-¿Qué si puedo ver?: veo llamas a mi alrededor; un aire fétido lo envuelve todo, es el hedor de mi alma en descomposición…
Apenas pronunció estas palabras, cayó desvanecido y sin aliento; poco más tarde, cesaron sus gemidos y se hizo el silencio.
Entonces, El Elegido creyó llegado el momento de volver sobre sus pasos y reanudó su búsqueda a través de los largos corredores del castillo, deseando encontrar a alguien digno de anunciar su llegada. Al poco rato, vio una sombra encorvada corriendo a su encuentro. Instintivamente, guió su mano hacia donde colgaba su espada, pero cuando iba a desenvainar, la sombra cayó, arrastrándose servilmente, gimiendo y tratando de abrazarse a sus pies.
-¿Y tú quien eres?: preguntó, a punto de caer, preso de la ira.
-Ayúdame: respondió la sombra entre sollozos-Estoy solo y debo acabar lo que he comenzado; debo matar al joven príncipe porque el destino me ha llamado a ocupar el trono…los que no han muerto me han abandonado. Si me ayudas, prometo ser generoso.
-¿Puedes verme?: preguntó El Elegido por segunda vez.
-Sí…puedo ver las llamas que me rodean y sentir ese olor a materia corrupta que lo envuelve todo: decidme por caridad si sabéis de donde proviene ese olor y si hay cadáveres cerca…
De nuevo comenzó a caminar, cada vez más deprisa, como si huyera de algo, y recorrió el mismo camino que le había traído hasta aquel espacio inanimado dejando atrás espacios y claroscuros que ahora desfilaban ante él con silencio furtivo; todo lo inerte parecía cobrar vida ante sus ojos envuelto en mudas exhalaciones y gritos entrecortados; la cordura era un pájaro errático a punto de remontar el vuelo, un extraño instinto dominaba las corrientes de sus pensamientos. Estos ya no querían fluir por los iluminados canales hacia los que se esforzaba por guiar sino que se dirigían inexorables hacia la locura. Muchas cosas pesadas oprimieron su ánimo antes de que sus piernas le fallaran obligándole a caer sin resuello sobre aquel suelo muerto. Bajo sus ojos discurrían las aguas del río, como un costurón plateado sobre la piel reseca y polvorienta, y sobre el lecho de agua, vio una sombra etérea y alargada por todo reflejo de su imagen asomando a través de las transparencias difusas y huidizas. En vano se buscó a sí mismo entre las oscilantes imágenes de aquella superficie inquieta, pero todo cuanto logró distinguir fue algo que vagamente se asemejaba a un rostro.
Arriba, en el castillo, reinaba la oscuridad: el rey era un anciano octogenario que iniciaba su paseo matinal a través de los largos pasillos del palacio; caminaba con paso lento, acompañado de su primogénito, parándose de cuando en cuando frente a uno de los escasos ventanales para contemplar con gesto melancólico lo que bien podría ser el último amanecer que vieran sus ojos.
Aquella mañana, el rey andaba meditabundo, indeciso, embriagado por el silencio y deseoso de guiar a su heredero hacia los mismos sentimientos de piedad que habían presidido su reinado, pero intuía cercano su final y cada día que transcurría, veía consumirse su propósito ante la triste evidencia de haber traído al mundo a un futuro déspota.
-Algún día todo esto será tuyo: comenzó a decir el anciano-Serás dueño de tus ilusiones y te lanzarás a la vida despreciando al mundo, pero tu dicha nunca será sincera si no eres justo con tu pueblo y digno de cumplir con los deberes que has contraído: observa el horizonte y dime qué ves: mas allá de estos paramos no hay nada; el mundo agoniza preso de una terrible maldición que ha sellado nuestro destino, solo queda una esperanza, pero debes hacer caso omiso a los espejismos de una vida fácil, olvidar el rencor que envenena tu alma y no dejarte aconsejar por la usura y la codicia que te acompañaran desde el momento en que seas coronado.
El príncipe escuchaba a su padre con la mirada perdida. Sus ansias por ocupar el trono disipaban toda su atención y todos los esfuerzos de su padre por aleccionarle no eran otra cosa para él que el discurso senil de un anciano propenso a las meditaciones.
-Ahora escucha atentamente: prosiguió el viejo rey, irguiéndose sobre su espalda dolorida para atraer la atención del joven príncipe-He sabido por los mensajeros que El Elegido ya ha sido designado entre los jóvenes candidatos del otro lado del valle y que en breve, deberá partir hacia tierra de nadie donde le aguarda un futuro incierto. Quizás, yo no esté aquí para presenciar su llegada pero si esto es así, quiero que tú dispongas todo lo preciso para recibirle con los honores que se merece, por que el futuro de esta tierra depende de él, de su brazo diestro y de la espada que con justicia empuña; sólo él puede liberarnos de la maldición que gravita sobre nosotros.
El joven príncipe asintió sin convicción y asió a su padre por los hombros al ver que sus esfuerzos por mantenerse erguido le habían dejado sin resuello, prosiguiendo ambos el lento transitar a través de los largos corredores del castillo. En la mente del joven príncipe, se cocían ya las acciones que iba a emprender en breve contra sus enemigos, aquellos que desde su nacimiento le habían declarado incapaz de gobernar, que con mirada abrupta le habían señalado a través de los años como el futuro tirano y cuya presencia empantanaba sus pensamientos: estos debían morir en breve con el primer rayo del alba y sus cuerpos expuestos en la plaza pública como escarmiento para unos y ejemplo para el resto.
Abajo, en el valle: hombres y mujeres se habían reunido en círculo para escuchar al recién llegado y en medio de aquel foro de rostros desprovistos de voluntad, se alzó su voz cual luz que centellea en la noche:
-Dicen que la llegada del Elegido es inminente y que es él quien debe acabar con este reinado de miedo y dolor. Dicen que se avecinan tiempos de bonanza y prosperidad pero yo os digo que cuando el nuevo rey sea coronado, cada uno de vosotros deberá ceder la mitad de sus posesiones al nuevo administrador. ¿Vais a sacrificaros para pagar los vicios de un crápula? vengo desde tierras lejanas, sorteando toda clase de peligros con un único propósito: reclamar lo que me pertenece, porque aquel a quien aun llamáis rey, tuvo un hijo que nunca quiso reconocer. Ese hijo soy yo, y llevo toda la vida esperando este momento para sentarme en el trono y librar a este pueblo de déspotas y embusteros…Ahora, volved en silencio a vuestras casas y a vuestros quehaceres y no habléis de esto con nadie, recordad que no hay piedras mudas ni paredes sin ojos y que se avecinan días tormentosos, pasados los cuales llegará la calma. Iros en silencio y afilad todo aquello que tenga filo por que cuando llegue el momento, yo os diré lo que debéis hacer.
Transcurrieron las horas, el Sol iba bajando, las sombras se alargaban y al caer la noche, una gran agitación se adueñó de aquel castillo: criados con antorchas recorrían los pasillos de un lado a otro, luces vacilantes subían y bajaban por los corredores, mil ruidos siniestros herían aquel silencio terco. Mientras, abajo, la llanura se pobló de gritos aterrorizados, de aullidos salvajes. A veces, el viento sonaba distante y otras, emitía un clamor luctuoso, como si la naturaleza muerta se estuviera mofando de las bajezas humanas.
Como el lobo que espía a su presa, cabalgaba El Elegido acechando a las sombras que sobrevolaban a su alrededor. Devoraba el camino, azotaba con los cascos la tierra baldía e incierta y los negros guijarros escapaban ante él como un ejército en desbandada; corría como un poseso sobre lo que parecía una extensión infinita de arena iluminada por la Luna: cabalgó a través de una superficie de tierra plana, bordeó un largo acantilado y ascendió a través de una cuesta abrupta que se erguía sobre las rocas, después, descendió con el propio terreno hasta donde la arena se derrumbaba y crepitaba bajo los cascos de su caballo. Allí, vio luces brillando a lo lejos como ojos en un mar de ceniza y rodó a través de la escarpada pendiente. A medida que se acercaba, la luz que marcaba su encuentro se expandía a través de las dunas y de las paredes de arena; la noche olía a cosas que habían dejado de existir, el tiempo había desaparecido en aquella interminable sucesión de gris. Un haz de niebla sin principio ni final empañaba la tierra, y el frío lodo saltaba en todas direcciones al ser golpeado. Las tenues luces comenzaron a crecer en medio de la oscuridad: era una fogata cuya luz emitía un resplandor rojizo que podía verse desde lejos: El Elegido guió su caballo hasta allí y llegó hasta un claro que parecía un anfiteatro encajonado entre murallas de piedra, el fuego proyectaba un entramado de sombras temblorosas sobre el suelo liso y las rugosas paredes. Vio los altos muros, como bastiones brillantes recortándose sobre un neblinoso cielo que parecía un techo alto y abovedado y bajó su vista hacia el suelo mientras descendía de su caballo, donde se arremolinaban las sombras y donde brillaban luces pequeñas y chispeantes. Allí agazapada estaba la vieja Parca, quien conocía su destino, como así le habían enseñado. Dio unos pasos hacia el calor de la hoguera y se sentó frente a ella, de modo que los ojos de la Parca quedaban frente a los suyos y dijo con voz firme y clara:
-Mi pueblo te envía saludos, vieja sabia: soy El Elegido y necesito saber.
La Parca alzó la vista y su rostro arrugado y blanquecino asomó entre los pliegues de sus ropas harapientas. Con gesto extenuado, clavó sus ojos en los de él, su mirada emponzoñaba el aire como el brillo efímero de las brasas.
-¿Elegido por quien?: preguntó con voz sesgada-¿Y porqué necesitas saber?: si tu corazón requiere valentía, la ignorancia puede ser un don. ¿Acaso quieres renunciar a tus dones?
El recién llegado tenía la vista fija en aquel rostro arrugado e impenetrable que le hablaba como si le conociera desde su nacimiento, sabía que nada podía ocultarse al escrutinio de la vieja parca porque ella leía el pensamiento. Tras un instante de duda, respondió calibrando una a una sus palabras:
-Acabo de dejar a mi pueblo tras ser nombrado como El Salvador, y tras haber recorrido incontables leguas de camino, todavía no he encontrado a ningún adversario digno de ser llamado como tal; los siniestros pobladores que habitan este lado de la tierra son tan débiles como los habitantes que he dejado atrás, sus frágiles cuerpos se desmenuzan como carroña bajo el filo de mi espada. El odio que me acompañaba en mi partida se ha truncado en aburrimiento. ¿Qué otros peligros me acechan en mi viaje?
La vieja parca cogió un leño para arrojarlo al fuego y mientras lo sostuvo en la mano, sus huesudas manos temblaron, una cabeza de cabellos grises, ojos brillantes y boca bermeja se agitó convulsivamente: el leño cayó al fondo de la hoguera donde crujió y se descompuso chisporroteando en todas direcciones mientras una voz hosca y apagada se perdía en la noche.
-Antes existió vida en estos parajes, pero ahora, sólo hay alimañas acechando. La misma ofuscación que ha corrompido el alma de los hombres ha engendrado a estos seres a quienes algunos llaman demonios. Lucha contra ellos pero no los subestimes; está escrito que alguien a quien llaman El Elegido, deberá llegar para derrotar al mal, pero recuerda que si invocas al mal, aun sin saberlo, para derrotarle: estarás sirviendo a sus propósitos. Ahora debes marchar: te espera un camino largo y tortuoso, y si en algún momento, te asalta la duda, trata de conservar tu corazón puro, permanece fiel a tu virtud y no te dejes tentar por la soberbia.
El Elegido se levantó y montó su caballo en silencio, reflexionando sobre las palabras de la Parca. Mientras se alejaba, vio un estrecho sendero que se abría detrás de las rocas. Recorrió una curva del camino y al volver la vista atrás, aún pudo ver la luz de la fogata recortándose sobre las piedras.
El viaje nocturno transcurrió deprisa, pero todavía debía transcurrir otra noche de sempiterna niebla para que la neblina de su mente se disipara, el silencio le guiaba a través de su camino y mientras cabalgaba, sus pensamientos vagaban indecisos, unidos en un solo y mudo clamor.
De pronto: sus ojos, fijos en el horizonte, no tardaron en divisar la figura aleteada que volaba hacia él; parecía venir de un limbo impreciso detenido en el tiempo, elevándose sobre correosas alas hacia un mar de negrura, arrastrando sus dos abultados bucles sobre la espalda.
El Elegido sujetó el estribo, hincó las rodillas y aflojó las riendas, espoleando con fuerza el caballo que partió como una flecha al encuentro de la sombra alada. El cielo vibró con el batir de sus alas mientras su sombra surcaba la estigia oscuridad. Abrió las garras y sus largas alas y descendió sobre él planeando; parecía un ser inmaterial volando libre y todopoderoso, dominador del medio.
El Elegido desenvainó y se preparó para acometer un único y certero golpe, la espada se clavó en el cuerpo del monstruo cuando aún estaba en el aire, y sus correosas alas se agitaron frenéticamente, su boca se abrió, sus colmillos brillaron bajo el cielo gris y cayó emitiendo un grito de agonía.
El caballo dio un brinco alzándose sobre sus cascos posteriores en señal de victoria y partió a galope tendido cruzando un erial de negrura gélida y opaca; las herraduras arrancaban a las piedras enjambres de chispas que formaban una estela de fuego a su paso. Mientras, una segunda bestia apareció merodeando a su alrededor. El Elegido se preparó para volver a atacar y viéndola caer en picado hacia él, levantó su espada y esperó, entonces pudo verse a la sombra girando en el aire mientras se alejaba.
Volvió aleteando frenéticamente y El Elegido tomó impulso para asestarle un gran golpe. La cosa colisionó violentamente contra el filo del metal y de inmediato, el firmamento quedó rasgado por sus gritos: su cuerpo cayó mientras agitaba sus alas torpemente y cuando se produjo el impacto, se enroscó sobre sí misma y quedó allí, permanentemente inmóvil.
Más allá, adentrándose en el reino nocturno y entre la niebla, el silencio volvió a romperse por tercera vez por cientos de gritos que retumbaban en el aire. El corcel relinchó nervioso y salió de golpe como un rayo: una numerosa procesión voladora planeaba sobre él y su jinete; era una masa negra erizada, como un torbellino de puntos más negros que la noche, poco más tarde: el arco profundo del firmamento ya había desaparecido; nada era visible arriba salvo el brillo apagado de aquellas masas negras. Y del mismo torbellino que formaban, procedía un ruido chasqueante, de roce, como de cientos de tambores tocados salvajemente. El Elegido sacó su arco, se irguió sobre su caballo mirando a su alrededor e insertó una flecha tras otra en el arco que iba tensando una y otra vez.
Cabalgaba volando sobre la superficie arenosa, indiferente al peligro y erguido sobre los estribos, las saetas de su arco silbaban en todas direcciones y a medida que hacían blanco, las alimañas batían sus alas convulsivamente y caían precipitándose al vacío sin que nada detuviera su larga y mortal caída, hasta que sus gritos de rabia acabaron convertidos en un grito lejano mientras se dispersaban sus masas oscuras dejando el cielo libre y silencioso.
Pero el signo de la eterna batalla aun tardaría en cambiar: un nuevo ser, superior en tamaño a los que había dejado atrás, se acercó volando entre los gélidos vientos con un suave batir descendente, sus ojos fundidos en la oscuridad, explorando el terreno, golpeando el aire con sus enormes alas. Lentamente, el cielo parecía resquebrajarse con un velo torrencial que surcaba el firmamento: la cosa se tensó en el aire y permaneció allí, con las alas abiertas, cortando la niebla con sus garras mientras abría sus enormes fauces, por lo que permaneció unos segundos detenido. Tras ese breve instante, descendió hacia él como una ondulante franja gris. Gritó y ese grito se elevó en la noche, arrancando ecos en el vacío y en las húmedas tinieblas. Con rabia y furia, El Elegido levantó la espada, sosteniendo las bridas con la otra mano y se puso de nuevo en marcha con tanta velocidad que parecía volar. Debajo suyo, el terreno fue descendiendo abruptamente hasta desaparecer dejándole en la cima de un oscuro desfiladero. Miró hacia arriba y la vió descendiendo, igual que un ave volando hacia su presa: era enorme, como una nube de humo, cayó sobre él, describiendo una trayectoria oblicua a una velocidad frenética y el jinete le golpeó con un impacto meteórico.
La brusquedad de este primer ataque, tensó cada nervio de su cuerpo, pero esta vez su adversario no se derrumbaba con el primer golpe: se apartó, elevándose en el cielo donde tenía refugio, batiendo sus alas sin descanso y cayó de nuevo sobre él, pero su pretendida víctima se movía con rapidez y golpeando con destreza innata: la cosa rodeaba al cuerpo del jinete con largos y gélidos brazos; los cascos del caballo golpeaban las piedras, el afilado acero de la espada silbaba golpeando con enloquecido frenesí pero la criatura recibía sus golpes como una planta que hunde sus raíces en terreno ponzoñoso, los cruces y entrelazamientos de ambos arrancaban trozos de carne que volaban como guijarros a uno y a otro lado. El Elegido recibía los golpes y arañazos de la bestia con mudo dolor y sin desfallecer por que le guiaba un deseo manifiesto. Vio aquellos largos dientes puntiagudos abriéndose sobre su propio rostro y blandió su espada con gestos frenéticos pero lanzando golpes certeros hasta que la vio estremecerse delante de él; sus gritos eran cada vez más débiles, pero en medio del silencio, sonaban como truenos.
El forcejeo siguiente duró poco y cuando acabó, jinete y caballo volaron entre las rocas y las piedras grises hasta llegar a un espacio abierto, cercado por una oscura muralla de rocas. Enfrente suyo y a la izquierda: la pared, y a su derecha: el precipicio que se abría bajo el desfiladero. La cosa se fue estirando, alargándose como una hilacha de niebla delgada y oscura para volver planeando hacia él, y volvió a chocar mortalmente contra el acero templado. El Elegido lanzó otro golpe que le alcanzó de lleno; el afilado metal fue proyectado hacia atrás por el impacto y volvió a surcar el aire silbando y arrancando surcos invisibles en su camino. Un último grito se desvaneció en el aire inundando todo el espacio con su clamor y la siniestra forma se perdió en el negro cielo agitándose convulsivamente. Vio su sombra trémula recortada contra el cielo; la dirección de su corta carrera desaforada terminó tras la línea de rocas afiladas, y por encima del rugido del viento, escuchó un gemido que parecía provenir del fondo del abismo.
Preso de un odio que aun no había enmudecido, El Elegido cabalgó en aquella dirección, siguiendo a la criatura en su caída y halló un hueco donde la roca abría sus fauces llevándole a través de un paso estrecho hacia una abertura circular de altas paredes salpicadas de agujeros negros y profundos. Allí percibió un sonido distante que parecía proceder del fondo de uno de aquellos hoyos. Bajó de su caballo y se adentró en el interior de una cueva que formaba un túnel angosto y estrecho en su entrada ensanchándose paulatinamente a medida que avanzaba. Era el propio instinto que guiaba sus pasos el que agudizó sus sentidos mientras era engullido por aquel espacio en sombras velado a la luz y a las emanaciones del exterior y cuando llegó hasta el corazón de la cueva, cada partícula minúscula vibraba ante sus ojos con luz propia; cada fluctuación de aire restallaba en su entrañas como ecos de voces vivas: allí estaba; bajo la abertura que una naturaleza inquieta había inferido en el techo de la cueva; eran los restos de la criatura a la que acababa de herir de muerte, yacía convertida en una masa oscura y hedionda de barro viscoso y parecía derretirse a ojos vista con un palpitante borboteo; la descomposición de la materia se había adelantado a la propia muerte, síntoma inequívoco de su naturaleza envilecida.
Subió el arma y golpeó una y otra vez con el furor que infunde el asco, y de lo que había sido un ser alado, manó un fangoso vapor que ascendió hasta desaparecer a través de la grieta, poco más tarde, los restos de aquel ser se volatilizaron, convertidos en humo pestilente.
Transcurrieron varias jornadas de viaje sin descanso en el curso de los cuales, siguió dando muerte a todas cuantas criaturas se cruzaban en su camino, pero estas eran cada vez menos numerosas y sus encuentros con las alimañas que poblaban la tierra eran menos frecuentes con el transcurrir de los días hasta que un día, con el devenir del alba, desaparecieron de su vista.
Lamentándose de su soledad, pero inaccesible al desaliento, sabedor de que los largos años de espera tocaban a su fin, vivía cada momento como una ensoñación. Un amanecer sin día iluminaba su camino y mientras se internaba en una llanura de tierra quebradiza, vio a lo lejos la media luna de blanca arena, la cinta brillante del río que discurría febril, el halo rojizo de la ciudad que se alzaba sobre la llanura con sus vetustas murallas rodeándola y el castillo con sus muros de piedra brillante presidiendo el paisaje. Su caballo exhalaba espesas nubes de vaho y en vano intentó tranquilizarle. La luz de aquella mañana acariciaba cálidamente un suelo árido y reseco, un sol parcialmente encapotado proyectaba franjas de luz y de sombra sobre la abrupta superficie y sobre la capa mancillenta de tierra, yacía la misma niebla que cubría la capilla de un paraje yermo.
Llegó a las afueras de la ciudad donde una tropa de niños viejos comenzó a seguirle en silencio; la más lamentable desolación brillaba en sus rostros cetrinos. Atravesó hileras de casas que cerraban sus pórticos a su paso, más adelante, un grupo de gente acudió a su paso; tenían el semblante enjuto y formaban el grupo de personas mas melancólicas y doloridas que había visto nunca.
Mientras avanzaba por las calles de la ciudad, iba escudriñando cada ventana y cada balcón; sus ojos divagaban inquietos entre rostros que parecían observarle fugaces y cautelosos.
Refrenó el paso al llegar a- una amplia plaza donde figuras achaparradas y enjutas llegaron desde todos los rincones rodeándole en silencio, y cada vez que hacía un gesto para acercarse a alguien, este se retiraba preso del pánico. Esto hizo que una honda agitación se despertara en su interior: saltó de su caballo y comenzó a correr por las calles de la ciudad, parando a todo aquel que se cruzaba en su camino, pero por mas febriles y atropelladas que eran sus frases, no obtuvo otra respuesta que el silencio a sus preguntas y cuando alguna voz intentaba articular palabras, se perdía en ese gesto vano. La ciudad de la que tanto le habían hablado, era una tierra desolada y árida, repleta de seres atemorizados que farfullaban mudos el declinar de su propia existencia; el edén superviviente a la devastación, se había revelado ante sus ojos como una prolongación de la oscura realidad que había conocido en su periplo.
Transcurrido un tiempo, subía la larga escalinata de piedra que conducía al castillo y atravesaba una tras otra sus oscuras estancias. A medida que avanzaba a través de los corredores, cada estancia era más oscura que la anterior. Sobrecogido por oscuros y terribles presentimientos, gritó con todas sus fuerzas y el eco de su propia voz le devolvió un grito entrecortado; un eco de cosas no vivas, burla de todo lo que no era real.
Abrió la última de las puertas que encontró en su camino y esta cedió con un gran crujido: había llegado a una gran sala circular rematada por columnas, con un gran techo abovedado y rodeada de puertas en todos sus extremos, allí se detuvo, rígido ante la visión de cien cuerpos agazapados, buscando refugio en la oscuridad. Apenas hizo el gesto de avanzar hacia ellos, estos se levantaron y se dispersaron corriendo en todas direcciones, tropezando unos con otros antes de desaparecer escabulléndose tras las puertas al cerrarse.
Cuando se giró para volver sobre sus propios pasos, oyó un llanto surgiendo de entre las sombras, entonces vio la silueta oscura e imprecisa de un ser arrastrándose torpemente. Caminó sigilosamente hacia él y cuando la distancia le permitió verlo de cerca, pudo distinguir una cabeza de cabellos negros y ojos brillantes cuya boca bermeja se agitaba convulsivamente.
-No me hagáis daño: sonó una voz acongojada-Por mis venas corre sangre real y mis heridas tardan en cicatrizarse…
La figura seguía arrastrándose y contorsionándose entre temblores mientras trataba de cubrirse el rostro con las manos. Sus ojos, como dos llamas gemelas, parecían arder; su voz era una súplica desgarradora:
-Tened piedad conmigo; puedo ser honesto y os lo quiero demostrar, todo lo que yo tengo os pertenece, he sido impío para conservarlo y he sembrado mi reino de cadáveres para salvarlo de manos depredadoras.
-¿Pero qué estás diciendo?: bramó El Elegido sin dar crédito a lo que escuchaba.
La figura pareció doblarse sobre sí misma; el terror dibujaba arrugas en su cara, sus ojos estaban desorbitados, sus labios retraídos en un gruñido animal, un largo y desesperado lamento recorrió la estancia:
-Tened piedad de mí; ahora no soy menos esclavo que la escoria que me rodea: ellos me obedecían ciegamente y yo obedezco los dictámenes de mi propia ambición.
-¿Puedes verme?: preguntó El Elegido.
Sus párpados aletearon: se quedó mirando fijamente al vacío como señal de ceguera luego sus labios se abrieron en un estertor; sus últimas palabras fluyeron atropelladamente:
-¿Qué si puedo ver?: veo llamas a mi alrededor; un aire fétido lo envuelve todo, es el hedor de mi alma en descomposición…
Apenas pronunció estas palabras, cayó desvanecido y sin aliento; poco más tarde, cesaron sus gemidos y se hizo el silencio.
Entonces, El Elegido creyó llegado el momento de volver sobre sus pasos y reanudó su búsqueda a través de los largos corredores del castillo, deseando encontrar a alguien digno de anunciar su llegada. Al poco rato, vio una sombra encorvada corriendo a su encuentro. Instintivamente, guió su mano hacia donde colgaba su espada, pero cuando iba a desenvainar, la sombra cayó, arrastrándose servilmente, gimiendo y tratando de abrazarse a sus pies.
-¿Y tú quien eres?: preguntó, a punto de caer, preso de la ira.
-Ayúdame: respondió la sombra entre sollozos-Estoy solo y debo acabar lo que he comenzado; debo matar al joven príncipe porque el destino me ha llamado a ocupar el trono…los que no han muerto me han abandonado. Si me ayudas, prometo ser generoso.
-¿Puedes verme?: preguntó El Elegido por segunda vez.
-Sí…puedo ver las llamas que me rodean y sentir ese olor a materia corrupta que lo envuelve todo: decidme por caridad si sabéis de donde proviene ese olor y si hay cadáveres cerca…
De nuevo comenzó a caminar, cada vez más deprisa, como si huyera de algo, y recorrió el mismo camino que le había traído hasta aquel espacio inanimado dejando atrás espacios y claroscuros que ahora desfilaban ante él con silencio furtivo; todo lo inerte parecía cobrar vida ante sus ojos envuelto en mudas exhalaciones y gritos entrecortados; la cordura era un pájaro errático a punto de remontar el vuelo, un extraño instinto dominaba las corrientes de sus pensamientos. Estos ya no querían fluir por los iluminados canales hacia los que se esforzaba por guiar sino que se dirigían inexorables hacia la locura. Muchas cosas pesadas oprimieron su ánimo antes de que sus piernas le fallaran obligándole a caer sin resuello sobre aquel suelo muerto. Bajo sus ojos discurrían las aguas del río, como un costurón plateado sobre la piel reseca y polvorienta, y sobre el lecho de agua, vio una sombra etérea y alargada por todo reflejo de su imagen asomando a través de las transparencias difusas y huidizas. En vano se buscó a sí mismo entre las oscilantes imágenes de aquella superficie inquieta, pero todo cuanto logró distinguir fue algo que vagamente se asemejaba a un rostro.

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