La dama negra

Era una noche fría y cerrada, Marcelo conducía su taxi como cada noche, pegado al margen derecho de la calzada todo lo despacio que le permitía el motor de su viejo coche esperando recoger a alguien con quien poder iniciar una conversación y recaudar algo de dinero que justificara el desgaste progresivo del caucho endurecido que sostenía la masa de hierro asmático que conducía o simplemente amortizar su presencia insomne en un lugar y a unas horas en las que el sentido común aconsejaba replegarse al calor del hogar.
-Menuda suerte la mía: pensó para sus adentros al divisar la figura que le hacía señas a un lado de la calle: terminó de aminorar su marcha y el vehículo se deslizó suavemente por el pavimento hasta quedar parado enfrente del nuevo pasaje: la puerta lateral se abrió y dos figuras menudas a las que no había visto en el momento de parar, subieron a su vehículo tomando asiento en el amplio margen trasero. Después subió la persona adulta que le había estado haciendo señas y una voz, suavemente modulada le dio las buenas noches.
Marcelo observaba con atención a través del espejo retrovisor y su mirada recaló en las figuras que bailoteaban en aquella superficie rectangular. Con recatada curiosidad, reconoció en aquellas sombras las figuras de un muchacho y de una niña: estaban uno junto a otro semiencogidos por el frío y mientras la niña permanecía inmóvil, con las manos cruzadas sobre su regazo, el muchacho de pelo negro, mantenía la mirada perdida en las sombras que fluctuaban tras la ventana; también pudo distinguir a la mujer que les acompañaba con su rostro recortado sobre el marco del espejo: un amplio sombrero de fieltro cubría su cabeza y llevaba medio rostro oculto por un suave velo de terciopelo negro, semitransparente.
-¿Adónde vamos?: indagó Marcelo con ese tono campechano que convertía la gris rutina en un acto casi lúdico.
-Pues mire usted: respondió la mujer con voz meliflua-Mire usted por dónde, me he encontrado a estas dos criaturas vagando solas por la calle. ¿Se le ocurre usted lo que pueden hacer estos dos angelitos por ahí solos a estas horas…?: pues lo mismo he pensado yo; menos mal que ha aparecido usted, no sabe lo difícil que es encontrar un taxi a estas horas…
-No se preocupe señora: terció el taxista con decisión-Marcelo conoce la ciudad como la palma de su mano.
-A ver: dime: prosiguió dirigiéndose a la niña-Tú que tienes cara de lista:¿Sabrías decirme dónde vives?.
-Misioneros número trece: respondió un suave susurro infantil.
Marcelo dejó ir una discreta carcajada antes de poner el coche en marcha.
-Los niños no tienen maldad, ellos vienen al mundo libres de culpa; somos nosotros quienes les corrompemos con nuestro ejemplo.
Tras recorrer varios centenares de metros con la noche cerrada como único testigo de su travesía: el coche volvió a aminorar su marcha, dio varias sacudidas y paró frente a un semáforo en rojo, más por rutina que por precaución. Allí, a un lado, ocupando dos carriles de la amplia calle, se alzaba inerte la estructura desafiante de una mole de acero rectangular en su base y cuadrada en la torre que coronaba su estructura; el largo cañón que partía desde su mitad frontal, adquiría en su extremo la forma de dos enormes labios ennegrecidos, mudos y apretados y la forma en su conjunto parecía una masa orgánica y acechante desafiando a la realidad circundante; un monstruo abortado desde las entrañas del submundo.
Aquel había sido un silencio tenso que no convenía prolongar por más tiempo; así lo comprendió Marcelo cuando alargó la mano para encender la radio: durante unos instantes, se oyeron los últimos acordes de una rígida marcha militar y tras el silencio, pudo oírse la voz tensa y atropellada del locutor leyendo un comunicado:
-Ante la situación de emergencia nacional: la nueva Junta de Gobierno integrada por los cuatro Jefes de las Fuerzas Armadas, asume el mando supremo del país: queda por lo tanto prohibido el derecho de reunión y de libre asociación hasta que la gravedad provocada por las recientes olas de agitación que nos han sumido en el caos y el desorden, sean reconducidas e identificados a sus cabecillas y responsables. Mientras tanto, se exige a la ciudadanía máxima colaboración y se advierte a la población que todo aquel que sea identificado como sospechoso de conspiración, será procesado bajo juicio sumarísimo.
Tras el silencio, emergieron las primeras notas de una conocida melodía: una orquesta de viento y percusión interpretaba la siguiente partitura. Marcelo hizo girar la tuerca para cambiar de sintonía pero tras varios intentos constatando que todas las emisoras parecían haberse puesto de acuerdo en emitir la misma programación, optó por bajar el volumen de la radio y proseguir su marcha siguiendo el itinerario que previamente había trazado en su mente, sentía la necesidad imperiosa de reflexionar en voz alta: torció su vista hacia el espejo retrovisor donde podía distinguirse el reflejo de aquel rostro recortado sobre el marco y las dos cabecitas enfundadas en sendos gorros de lana. Dijo:
-Al final lo han hecho…se veía venir desde hacía ya tiempo, pero parece que esta vez van en serio…
Hizo una pausa para otear el rostro de la mujer, asintiendo desde el cristal y prosiguió:
-¿Y todo esto para qué…? me pregunto si a alguien se le ha ocurrido pensar en los pobres niños, obligados a ser testigos de toda esta crueldad ¿Qué será ahora de ellos?
-Los niños siempre serán las víctimas: remarcó la mujer con voz serena.
Por un momento, Marcelo creyó distinguir algo extraño en la presencia que parecía observarle desde el cristal: la enigmática vaguedad de su mirada permanecía oculta tras aquel velo de terciopelo negro dotando a sus ojos de un inquietante brillo escrutador.
Marcelo volvió a mirar hacia el espejo retrovisor y preguntó:
-¿Todo bien por ahí atrás?
Las sombras enmudecidas de los dos niños le respondieron al unísono con un leve gesto afirmativo de cabeza.
El coche prosiguió su rumbo a través de bloques alineados en progresión escalonada que parecían trepar hacia la lejanía, de vez en cuando, asomaba un bloque más alto que los demás con sus luces fluyendo a través de la fachada de cristal como ojos en una masa luminosa de plasma.
Cuando llegó a la intersección entre San Martín y Ayacucho, un semáforo le obligó a parar al lado de un grupo de soldados que encañonaban con gesto nervioso a un grupo de civiles a los que tenían alineados frente a la pared, con los brazos apoyados en el muro de ladrillo y las piernas separadas. Uno de los militares, posiblemente un oficial, vociferaba yendo de un lado a otro obligándoles a ir separando más las piernas e instándoles a inclinar progresivamente su posición a golpes de culata. Marcelo contaba los segundos que parecían interminables, su vista era un nervio convulso mirando alternativamente la escena que se desarrollaba en su hemisferio derecho y el semáforo que tenía enfrente, cuyo rojo intenso parecía ralentizar el tiempo en un permanente compás de espera.
Uno de los soldados que formaban el pelotón avanzó hacia él, mirándole con crudeza, paró cuando se hallaba a un metro de él e hizo un gesto brusco con el brazo, obligándole a avanzar. Marcelo asintió nerviosamente con la cabeza y puso el coche en marcha cuando el semáforo se hallaba todavía en un parpadeante ámbar.
Siguió recto hasta la Plaza de la Concordia y una vez allí, viró por Abascal y al pasar frente al edificio de gobernación, pudo ver a otro grupo de militares bloqueando la entrada con sacos de tierra que iban desplegando alrededor de dos ametralladoras dispuestas en posición paralela. Marcelo pensó que estaba siendo testigo directo y privilegiado de los preparativos concernientes a una situación que iba a cambiar muchas vidas desde aquel momento y su mente no cesaba de formular preguntas, la multitud que durante aquellas horas dormía ausente, iba a ver su cotidianeidad truncada con la llegada del alba; muchos de ellos iban a encontrarse con el ejército desplegado en la calle, cortándoles el paso, estableciendo controles y practicando detenciones; muchas personas quedarían marcadas por el estigma de las experiencias que iban a vivir en el transcurso de las horas venideras, y algunas de ellas, quizás nunca regresarían a sus casas.
Más adelante, vio una sombra fugaz corriendo agazapada, desde su posición, podía verla desvanecerse y reapareciendo sucesivamente tras las vallas, mamparas y demás obstáculos. Detrás suyo, a una distancia de varios metros, corrían otras sombras ataviadas con casco y uniforme. Cuando dejó atrás la escena, pudo escuchar el eco de varias detonaciones perdiéndose en la atmósfera sombría. Aceleró su marcha instintivamente hasta que la distancia enmudeció la percepción de aquel ruido seco e intermitente que aún seguía rebotando en su cerebro. Transcurridos varios minutos, volvió la vista hacia las sombras que adivinaba encogidas en el asiento de atrás y dijo con alivio:
-Animo, que ya llegamos.
A medida que fue dejando atrás el centro de la ciudad, las calles iban cambiando de fisonomía y los edificios fueron adquiriendo una dimensión más humana; las amplias avenidas se transformaron gradualmente en estrechas callejuelas con sus casas de dos plantas agrupadas en manzanas y alineadas con caprichosa simetría; de vez en cuando, alguna Iglesia ocasional se alzaba con sus formas esculpidas en piedra rompiendo la simetría lineal del barrio.
Marcelo pisó el freno y el coche se detuvo jadeando de agotamiento: habían llegado al lugar señalado, apagó el taxímetro y alzó la vista hacia el espejo que tenía enfrente con la cuantía del importe en la punta de sus labios, pero esta vez no logró ver el rostro de la mujer ni la suave tela de terciopelo negro que cubría su rostro; hasta ese momento, la mitad superior de aquel rostro enigmático le había acompañado durante todo el trayecto, pero ahora parecía haberse disipado como los cuerpos etéreos que usurpan el espacio nocturno en aquellos instantes posteriores al sueño.

Marcelo pensó que el espejo podía haber cambiado ligeramente de posición al rodar sobre algún desnivel, quedando enfocado sobre un ángulo muerto, pero las figuras menudas de los dos niños, permanecían inmóviles y mudas una junto a otra sobre el asiento trasero. Súbitamente, se dio cuenta de que un silencio deliberado y ominoso había hecho su aparición y de que era incapaz de moverse o girarse, sólo podía mover los ojos, estos iban de aquí allá, dirigiendo nerviosas miradas al espejo, hacia aquellos dos bultos inmóviles enfundados en gruesos abrigos…helado por la idea que se abría paso a través de su mente, sintió como su cerebro se tambaleaba y cómo sus miembros se paralizaban. Desde el interior de la radio, comenzó a sonar un pitido intermitente: este fue su siguiente sobresalto.

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