Afectuosamente
La señora Dupont había llevado la carga de sus últimos diez años de matrimonio presa del tedio y de la frustración; los veinte años que llevaba entregando desinteresadamente lo mejor de su vida en aras de una causa común solo le habían servido para quedar convertida en la sufrida esposa de un aburrido burgués, parco y desconsiderado, bebedor contumaz y amigo de la buena vida. Ella, sin embargo, había aprendido a soportar su mal carácter y sufría con callada resignación el angustiante sobrepeso de su marido que al acostarse, hundía los muelles del colchón, condenándole a padecer crónicos dolores de espalda, mención aparte suponían sus ronquidos y su creciente afición por la cerveza, pero la aventura con su secretaria había sido la gota que vino a colmar el vaso.
Les había visto juntos en el vestíbulo del hotel donde solían alquilar una habitación donde pasar la tarde, cogiendo un taxi a la salida del cine, sentados uno frente a otro como dos enamorados en el restaurante que frecuentaban; llevaba tiempo espiándoles y cada gota de infidelidad había caído sobre la anterior desbordando el recipiente de su paciencia: iba a matar a los dos, llevaba semanas sopesando esta decisión, dando cobijo a las ideas destructivas que devoraban su interior.
Para ella, escogió una muerte discreta, en consonancia con su papel de secretaria: primero averiguó su nombre y donde vivía, después le hizo llegar un envío sin remitente que consistía en una caja de bombones a los cuales había inoculado un veneno letal; el plan era infalible en su concepción: cuando la secretaria abriera la caja y viera los bombones, mordería el anzuelo creyendo que se trataba de otro detalle más de los que con toda seguridad solía prodigarle su amante, a los pocos minutos, su vista comenzaría a nublarse y caería en un profundo sueño del que nunca despertaría.
Cuando a la noche siguiente, vio llegar a su marido, guardó secreto acerca de sus intenciones, pero sintió avivarse algo parecido al dolor de estómago en su interior. El adúltero consumado llegó tambaleándose como cada noche, ignorante de su destino: trastabilló poco antes de llegar al salón y avanzó un par de pasos más, tanteando con la ubicación del sillón que se agitaba y desdoblaba ante sus ojos y se dejó caer con todo su peso sobre el blando lecho que crujió y se hundió, emitiendo una muda señal de socorro. Así permanecía noche tras noche durante las horas previas al sueño, comiendo y bebiendo sin parar y quejándose de dolores en la espalda, pero en seguida notó que le faltaba algo: nadie se había molestado en traerle las zapatillas, la televisión estaba apagada y todavía no había comido nada ni abierto la primera lata de cerveza, por lo que no dudó en llamar a su mujer a gritos.
La señora Dupont cogió el atizador del fuego y corrió hacia él mientras cogía impulso: su marido estaba sentado de espaldas a ella, lo cual unido a las condiciones en que se hallaba, le impidió percatarse de sus intenciones. Cuando recibió el primer golpe, el impacto resonó en su cabeza como un trueno, la mente se llenó de un bullicioso estrépito: se giró, no sin dificultad y contempló la fea mueca del rostro mudo que le observaba: vio el atizador meciéndose sobre su cabeza y abrió su boca para gritar: el hierro hendió por segunda vez, arrancándole un chorro de sangre que bañó su frente cubriendo sus ojos. Con el tercer golpe, su mandíbula se cerró en seco, sus dientes chocaron con fuerza partiéndose, la raja se abrió en su cráneo cruzando su frente en vertical. En cuestión de segundos, su cabeza quedó partida: tenía el cuerpo encogido sobre sí mismo y el cerebro al descubierto.
La señora Dupont soltó el atizador y se sentó frente a él con parsimonia, creyendo que por fin había encontrado la calma perdida. Poco a poco, las náuseas que minutos antes se habían apoderado de ella se habían esfumado, ahora debía concentrarse en deshacerse del cadáver: pensó en trocearlo y enterrarlo en distintos puntos de la ciudad, también contempló la posibilidad de convertirlo en jabón o en llevar sus trozos a la chimenea e incinerarlo. Imbuida en estos pensamientos, perdió la noción del tiempo sin percatarse de que la luz diurna comenzaba a entrar a través de las cortinas del salón hasta que el sonido del timbre la rescató de su letargo.
Se levantó y fue a abrir la puerta, no sin antes retocarse el pelo frente al espejo y asegurarse de que la sangre no había salpicado sus ropas. Cuando abrió, vio al empleado de una empresa de mensajería portando un enorme ramo de violetas y una caja envuelta en un vistoso papel de regalo.
-Envío para la señora Dupont: firme aquí.
Firmó y se despidió del mensajero intrigada, era la primera vez que recibía un envío de tales características. Puso las flores en un jarrón con un palmo de agua y volvió a sentarse en el sillón frente a su marido con la caja y el sobre que la acompañaba.
Cuando abrió la caja y comprobó que esta contenía un surtido de bombones, comenzó a elucubrar: ¿Un admirador secreto quizás? la sola idea le hacía gracia pero…¿Y porqué no? después de todo, ella todavía se conservaba bien, lo suficiente como para despertar pasiones secretas: saldría de dudas en el momento en que abriera el sobre y leyera la carta, pero prefirió dejarlo para más adelante, mientras tanto, saborearía uno de aquellos deliciosos bombones solazándose con la imagen inerte de su marido sobre el sillón y experimentando la sensación de verse libre de ataduras por primera vez en su vida.
Cuando transcurridos varios días, la policía entró en el domicilio, encontraron al señor y a la señora Dupont, uno frente a otro: muertos: a él, encogido en el sillón y con el cráneo abierto y a ella sentada, con los ojos aún abiertos y la mandíbula inferior caída: en su regazo, pudo verse una caja de bombones abierta y sujeta en su mano derecha, descubrieron una carta manuscrita; decía así:
En atención a la señora Dupont:
He recibido la caja de bombones que me hizo llegar esta mañana y creo haber entendido su indirecta, no crea que el hecho de haber omitido sus señas en el paquete iba a impedirme averiguar la identidad del remitente, todo el que me conoce sabe que no me gustan los bombones; debo ser la única persona en el mundo con ese rasgo característico, pero no es una rareza de la que me deba sentir culpable, lo que ha producido en mí la sensación de culpabilidad que siento en estos momentos es pensar que puedo haber sido yo la causante de una situación tensa e incómoda tanto para usted como para mi persona. Le envío sus bombones junto con un ramo de violetas y mis mejores deseos para usted. Que Dios la guarde muchos años.
Afectuosamente:
Tíffany.
Les había visto juntos en el vestíbulo del hotel donde solían alquilar una habitación donde pasar la tarde, cogiendo un taxi a la salida del cine, sentados uno frente a otro como dos enamorados en el restaurante que frecuentaban; llevaba tiempo espiándoles y cada gota de infidelidad había caído sobre la anterior desbordando el recipiente de su paciencia: iba a matar a los dos, llevaba semanas sopesando esta decisión, dando cobijo a las ideas destructivas que devoraban su interior.
Para ella, escogió una muerte discreta, en consonancia con su papel de secretaria: primero averiguó su nombre y donde vivía, después le hizo llegar un envío sin remitente que consistía en una caja de bombones a los cuales había inoculado un veneno letal; el plan era infalible en su concepción: cuando la secretaria abriera la caja y viera los bombones, mordería el anzuelo creyendo que se trataba de otro detalle más de los que con toda seguridad solía prodigarle su amante, a los pocos minutos, su vista comenzaría a nublarse y caería en un profundo sueño del que nunca despertaría.
Cuando a la noche siguiente, vio llegar a su marido, guardó secreto acerca de sus intenciones, pero sintió avivarse algo parecido al dolor de estómago en su interior. El adúltero consumado llegó tambaleándose como cada noche, ignorante de su destino: trastabilló poco antes de llegar al salón y avanzó un par de pasos más, tanteando con la ubicación del sillón que se agitaba y desdoblaba ante sus ojos y se dejó caer con todo su peso sobre el blando lecho que crujió y se hundió, emitiendo una muda señal de socorro. Así permanecía noche tras noche durante las horas previas al sueño, comiendo y bebiendo sin parar y quejándose de dolores en la espalda, pero en seguida notó que le faltaba algo: nadie se había molestado en traerle las zapatillas, la televisión estaba apagada y todavía no había comido nada ni abierto la primera lata de cerveza, por lo que no dudó en llamar a su mujer a gritos.
La señora Dupont cogió el atizador del fuego y corrió hacia él mientras cogía impulso: su marido estaba sentado de espaldas a ella, lo cual unido a las condiciones en que se hallaba, le impidió percatarse de sus intenciones. Cuando recibió el primer golpe, el impacto resonó en su cabeza como un trueno, la mente se llenó de un bullicioso estrépito: se giró, no sin dificultad y contempló la fea mueca del rostro mudo que le observaba: vio el atizador meciéndose sobre su cabeza y abrió su boca para gritar: el hierro hendió por segunda vez, arrancándole un chorro de sangre que bañó su frente cubriendo sus ojos. Con el tercer golpe, su mandíbula se cerró en seco, sus dientes chocaron con fuerza partiéndose, la raja se abrió en su cráneo cruzando su frente en vertical. En cuestión de segundos, su cabeza quedó partida: tenía el cuerpo encogido sobre sí mismo y el cerebro al descubierto.
La señora Dupont soltó el atizador y se sentó frente a él con parsimonia, creyendo que por fin había encontrado la calma perdida. Poco a poco, las náuseas que minutos antes se habían apoderado de ella se habían esfumado, ahora debía concentrarse en deshacerse del cadáver: pensó en trocearlo y enterrarlo en distintos puntos de la ciudad, también contempló la posibilidad de convertirlo en jabón o en llevar sus trozos a la chimenea e incinerarlo. Imbuida en estos pensamientos, perdió la noción del tiempo sin percatarse de que la luz diurna comenzaba a entrar a través de las cortinas del salón hasta que el sonido del timbre la rescató de su letargo.
Se levantó y fue a abrir la puerta, no sin antes retocarse el pelo frente al espejo y asegurarse de que la sangre no había salpicado sus ropas. Cuando abrió, vio al empleado de una empresa de mensajería portando un enorme ramo de violetas y una caja envuelta en un vistoso papel de regalo.
-Envío para la señora Dupont: firme aquí.
Firmó y se despidió del mensajero intrigada, era la primera vez que recibía un envío de tales características. Puso las flores en un jarrón con un palmo de agua y volvió a sentarse en el sillón frente a su marido con la caja y el sobre que la acompañaba.
Cuando abrió la caja y comprobó que esta contenía un surtido de bombones, comenzó a elucubrar: ¿Un admirador secreto quizás? la sola idea le hacía gracia pero…¿Y porqué no? después de todo, ella todavía se conservaba bien, lo suficiente como para despertar pasiones secretas: saldría de dudas en el momento en que abriera el sobre y leyera la carta, pero prefirió dejarlo para más adelante, mientras tanto, saborearía uno de aquellos deliciosos bombones solazándose con la imagen inerte de su marido sobre el sillón y experimentando la sensación de verse libre de ataduras por primera vez en su vida.
Cuando transcurridos varios días, la policía entró en el domicilio, encontraron al señor y a la señora Dupont, uno frente a otro: muertos: a él, encogido en el sillón y con el cráneo abierto y a ella sentada, con los ojos aún abiertos y la mandíbula inferior caída: en su regazo, pudo verse una caja de bombones abierta y sujeta en su mano derecha, descubrieron una carta manuscrita; decía así:
En atención a la señora Dupont:
He recibido la caja de bombones que me hizo llegar esta mañana y creo haber entendido su indirecta, no crea que el hecho de haber omitido sus señas en el paquete iba a impedirme averiguar la identidad del remitente, todo el que me conoce sabe que no me gustan los bombones; debo ser la única persona en el mundo con ese rasgo característico, pero no es una rareza de la que me deba sentir culpable, lo que ha producido en mí la sensación de culpabilidad que siento en estos momentos es pensar que puedo haber sido yo la causante de una situación tensa e incómoda tanto para usted como para mi persona. Le envío sus bombones junto con un ramo de violetas y mis mejores deseos para usted. Que Dios la guarde muchos años.
Afectuosamente:
Tíffany.

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