Sin acritud


Había llegado nuestro momento y así lo entendieron muchos cuando vino la prohibición a través de una enmienda que aprobó el senado presionado por la liga contra el alcohol, el juego y la prostitución. Aquellos sí que eran buenos tiempos; donde antes sólo había un sótano mugriento, podía florecer un suntuoso casino tapizado de lujosas alfombras o una sala de conciertos, y hasta un local de alterne. Quien era dueño de un almacén, podía hacerse rico de la noche a la mañana y tener a las mejores bandas de jazz llegadas de todas partes del país tocando en su local.

En cuanto a mí, solían pagarme bien por los encargos que recibía, trabajaba para el mejor postor y no hacía preguntas, todos  sabían de este modo que no podría delatar a nadie en el caso de ser detenido por la policía o de caer prisionero por parte de otra banda rival.

Mi banda era un grupo escindido de la banda O´Donell, que había llegado a controlar la Zona Sur de Chicago, pero tras la muerte de Bannion y la caída de nuestros principales líderes, tanto nuestra zona como el Norte y la Zona Oeste de Chicago, cayeron en manos de Al Capone. Muchos creíamos que había llegado la paz, y de hecho, para mí, todo parecía ir sobre ruedas, hasta que desembarcó aquel nuevo fiscal de distrito dispuesto a ponernos a todos en vereda.

Al principio, nadie pareció tomarle muy en serio, pero alguien se olvidó de untarle en su momento, o el correo, simplemente no llegó a su destino. El caso es que en menos de un mes, ya habían clausurado tres de nuestros locales; en todos ellos irrumpió la policía a medianoche, se fueron llevándose detenidos a buena parte de nuestros clientes y a nuestras mejores chicas, destruyeron dos de nuestras destilerías, interceptaron varios camiones con cerveza y volcaron todo el contenido de los barriles a las alcantarillas, las pérdidas eran incalculables y los jefes estaban comenzando a ponerse nerviosos, de modo que yo solo, por mi cuenta y sin preguntar a nadie sobre cuál podría ser el alcance de mi acto, acabé dándole el pasaporte.

Craso error, como pude comprobar más tarde, pues aunque creía estar obrando con rectitud, lejos estaba de sospechar que aquel judío mezquino y arrogante era el hijo del gobernador; era la consecuencia inevitable de mi propensión a no hacer preguntas y el nefasto reverso de mi fidelidad a la causa. Cuando a la noche siguiente regresaba al piso franco, encontré a Roy tumbado en el sofá y con un destornillador incrustado en la cuenca de su ojo derecho, sobre la solapa de su camisa, sus verdugos habían dejado una especie de nota aclaratoria que decía así: “él no tuvo nada que ver”
Y así era: Roy; mi compañero de piso, no había tenido nada que ver con el asesinato del fiscal Barrett; quienes le mataron, venían a por mí, y si él, siendo inocente, no había tenido la menor oportunidad, ya podía imaginarme lo que tenían pensado hacer conmigo.

La orden provenía de mi capo de zona: Don Cicerone, quien a su vez, había pactado con las autoridades mi ejecución inmediata, prometiendo llevar el asunto como si se tratara de un asunto personal.
Así fue como me convertí en una celebridad. La policía no era lo que más me preocupaba, sabía cómo eludir su persecución, el problema era verse obligado a huir de gente que pensaba y que actuaba como yo, y que en un momento dado, eran capaces de adelantarse a mi próximo movimiento.

Llevaba semanas escondiéndome, y en el transcurso de mi larga huida, había ido adquiriendo nuevos hábitos, de modo que era capaz de captar cualquier cambio en mi entorno: una simple variación en la temperatura, el olor de una colilla reciente, un rastro de colonia barata evaporándose en el aire, cualquier detalle, por muy insignificante que este fuera en apariencia, podía servir para revelarme el rastro que habían ido dejando mis perseguidores hasta averiguar mi paradero, entonces sabía que había llegado el momento de huir con lo puesto y buscar un nuevo alojamiento en otra ciudad para volver a comenzar desde cero. Había aprendido a dormir acurrucado frente a la puerta y con la vista fija en el pomo, si este comenzaba a girar, aunque fuese de forma lenta e imperceptible, no tardaba en escabullirme sigilosamente a través de la ventana y desaparecer saltando por los tejados, pero esta era una situación que se había ido repitiendo con inusitada frecuencia y yo comenzaba a experimentar la angustia y el agotamiento de un animal acorralado que se encuentra al límite de sus fuerzas; el círculo se iba cerrando de forma inexorable a mi alrededor y yo no encontraba la salida, tal vez porque esa salida no existía.

Estaba tenso, expectante, sin apartar la vista de la puerta y a la espera de cualquier sonido que por leve que fuera, rompiera aquella frágil cortina de silencio en mil pedazos irrumpiendo en mi mente con estrépito. Como casi cada noche, había perdido la noción del tiempo; dejaba desvanecerse mi consciencia durante unos segundos para despertar sobresaltado al primer cabeceo sin perder nunca de vista el rectángulo borroso de la puerta y así, iba alternando sueño y vigilia sin bajar nunca la guardia.

Fue en un momento indeterminado cuando me pareció escuchar como crujía la madera de los escalones, la misma cadencia de aquellos pasos se repitió en el suelo del pasillo como si varias personas caminasen con sigilo. Cuando aquel sonido llegó hasta mi puerta, se detuvo: entonces, comencé a escuchar una serie de crujidos provocados por el roce inconfundible de una ganzúa arañando la cerradura.

Me levanté sin hacer ruido y me acerqué de puntillas hasta la ventana para contemplar la angosta marea de tejados ruinosos que se extendía bajo la luz de la Luna, allí donde terminaba el bosque de tejas y de chimeneas, podían divisarse los tejados triangulares de las fábricas coronadas por las siluetas alargadas de las chimeneas y la estación de ferrocarril, surcada por costurones de vías herrumbrosas: hacia allí debía dirigirme.

Desde el otro lado de la puerta, pude oír como crujía la cerradura, finalmente, cedió la puerta y comprendí que esta vez, había actuado con imprudente lentitud, quizás a causa del cansancio y del sueño acumulado. Me precipité al fondo de la habitación al tiempo que una sombra indefinida irrumpía en la habitación en violento tropel. La oscuridad se iluminó intermitentemente con los fogonazos de mi arma y pude ver la silueta del novato retorcerse entre sacudidas antes de caer al suelo muerto. Los demás estaban agazapados tras la puerta: eran dos y acababan de montar sus ametralladoras, lo supe al escuchar el sonido inconfundible de los cerrojos.

De un salto, volqué la cama y me lancé al suelo mientras una lluvia de destellos parpadeantes irrumpían en la habitación rebotando en todas direcciones y desmenuzando mi frágil parapeto en puñados de lana que saltaban gravitando antes de caer como densos y pesados copos de nieve.

Cuando se hizo el silencio, ya había tenido tiempo de municionar y al tiempo que desenfundaba mi otra arma, me reincorporé, apuntando con ambas manos hacia el lugar desde donde se había producido el tiroteo. Vacié ambos cargadores instintivamente, y cuando volvió el silencio, pude escuchar el ruido de los tambores entrando en la recámara, seguido del chasquido seco producido por los cerrojos, al parecer, no era yo el único que sabía echarse al suelo.

Comprendí que disponía de unas décimas de segundo para arrojarme por la ventana y eso fue lo que hice: salté y me reincorporé sobre una superficie de tejas semidesprendidas que formaban un precario camino en descenso. Eché a correr desaforadamente entre la marea de tejados ruinosos y de chimeneas desmoronadas, y al tiempo que corría, cogía impulso para sortear a tientas la posible caída al vacío que interrumpiría mi huída, dejándome lesionado y acorralado entre los escombros de algún patio interior.

Conseguí llegar hasta uno de los tejados desde donde podía divisarse el descampado de la estación de ferrocarril a un lado, con su enjambre de vías herrumbrosas aferrándose como lapas al suelo y los tejados inclinados de las fábricas al otro extremo, con sus altas y delgadas chimeneas de ladrillo punteando el horizonte. Me deslicé a través del canalón y me dejé caer al suelo yendo a parar a una especie de patio lleno de ropa tendida y encajonado por una valla de madera de metro y medio de alto, confeccionada a base de tablones.

Salté la valla sin dificultad y proseguí mi camino hacia la estación de tren procurando no exponerme a la vista de mis perseguidores, para ello, seguí avanzando con la espalda pegada a las mugrientas fachadas.
A mitad de camino, estuve a punto de cruzarme con ellos; pude oír su carrera precipitada y el jadeo entrecortado de su respiración justo antes de que aparecieran por la bocacalle de enfrente. Paré en seco y me interné entre las sombras de un portal entreabierto para ver como paraban frente al descampado y tras unos segundos de incertidumbre, prosiguieron su carrera desaforada atravesando las afueras del pueblo de un extremo a otro. Cuando se alejaron, les vi desplegarse por si me había emboscado y les estaba esperando agazapado. Por su andar y por su enorme barriga, enseguida reconocí a Sullivan. El otro era Logan; pude distinguirle por su caminar bamboleante, debido a la cojera que arrastraba debido a una herida de guerra. Quizás, a estas alturas, les daba ya lo mismo encontrarme o no, después de todo, ya lo habían intentado y esto les bastaba.

Proseguí mi marcha bordeando portales desiertos y callejones leprosos hacia las vías del tren, cuyos raíles moteados por montículos de maleza reseca, se extendían hacia la lejanía. Pasé bajo los cables retorcidos de una alambrada y eché a correr a través de la explanada procurando alejarme cuanto antes del entorno bañado por la Luna.

Había dejado atrás aquel pueblo y llevaba varias horas siguiendo la ruta marcada por las vías del ferrocarril cuando escuché el pitido lejano de un tren de mercancías y me eché a un lado para esperarle.

El tren pasó a mi lado a muy poca velocidad y comencé a correr intentando subirme a él. Fue entonces cuando desde uno de los vagones que tenía la compuerta semiabierta, vi que me hacían señales. Di un salto para alcanzar aquella mano que asomaba y logré encaramarme y subir.

Cuando estuve dentro, me acomodé como pude entre el heno y la paja, junto a mí, viajaban otros tres pasajeros, dos hombres, más bien jóvenes y vestidos con harapos, cuyos rostros cubiertos de hollín parecían mirarme con semblante hosco. También había un viejo de barba blanca y poblada, la cara enrojecida y los ojos saltones. El tren marchaba entre temblores y sacudidas y al cabo de un tiempo, surgió el primer conato de conversación, fue tras una pregunta que formulé y que provocó un hondo bostezo entre aquellos dos jóvenes. El viejo asintió sonriendo y dijo:
-Sí; este tren se dirige hacia Chicago.

Era una casa grande, rodeada de abetos altos y de un espeso seto. Abrí la verja herrumbrosa del jardín y avancé por el sendero hasta llegar a la puerta principal que estaba en la fachada lateral. A mitad del camino, ya pude vislumbrar la figura del único centinela que custodiaba la casa caminando de un lado a otro con paso errático.

No pareció verme mientras avanzaba resguardado entre la penumbra de aquellos setos, y cuando pasó por mi lado, salté silenciosamente sobre él, doblando mi brazo derecho alrededor de su cuello mientras hice girar su cabeza con la otra mano, cuando se escuchó el crujido seco de la vértebra separándose del cuello, dejé que aquel cuerpo inerte fuese deslizándose entre mis brazos hasta caer al suelo y proseguí mi camino hacia el lado opuesto del estrecho sendero donde estaba la entrada.

Dí la vuelta hasta encontrar otra verja de madera que se abrió fácilmente, luego llegué a la fachada trasera de la casa donde estaba la puerta de servicio: desde abajo, miré hacia las ventanas: todas las luces parecían apagadas, cogí una piedra del seto y envuelta en un pañuelo, la usé para abrir un agujero en el cristal de la ventana que me permitiera introducir la mano y girar el pomo de la puerta desde el otro lado.

Al momento, se abrió la puerta, entré en un espacio de crecientes tinieblas que  apenas me permitía distinguir nada. Sin hacer ruido, seguí avanzando, casi de puntillas; escuché atentamente por si oía la respiración de alguien o cualquier otro sonido sospechoso en el piso superior, y sin perder de vista la puerta, comencé a subir las escaleras. Cuando llegué hasta el descansillo, pude vislumbrar todo el espacio vacío que se extendía tras el umbral. Seguí avanzando a tientas y al cabo de un rato, comencé a oír lo que parecía el ruido sofocado que produce la respiración contenida, fue entonces cuando percibí la presencia de varias personas a mi alrededor, y el destello de aquellas velas formadas en círculo irrumpió de súbito iluminando parcialmente mi entorno mientras el sonido de varias voces rompía el silencio, tarareando al unísono:

-Cumpleaños feliiiz
cumpleañosfeeeliz
tedeseeeamostooodos...
De repente, se encendió la luz y me encontré en un salón repleto de gente: allí estaba toda la familia reunida, se les veía pálidos, atolondrados y sus caras llenas de estupor, eran un poema gráfico.
Alcé la mano en señal de saludo y dije:
-Feliz cumpleaños, Don Cicerone...

Don Cicerone era un hombre mayor, de hombros caídos y pelo gris, su aspecto era el de alguien mucho más viejo de la edad que tenía; tanto física como psíquicamente. Su mujer estaba indecentemente gorda, y alrededor del matrimonio se había congregado una pequeña multitud integrada por dos matrimonios: uno de mediana edad y otra pareja, más bien jóvenes; había dos chicos de unos quince o dieciséis años que debían de ser los hijos de la primera pareja junto con otras tres niñas y un niño, la edad de los cuales oscilaba entre los cuatro y los siete años, los cuales, intuí que debían ser los hijos de la segunda pareja. La criada, ataviada con una cofia y un delantal, parecía petrificada, sosteniendo el pastel cuya vela nadie se había ocupado aún de apagar. El mayordomo; un hombre estirado y de semblante impávido, estaba junto a ella. Avancé hacia la criada y me planté frente al pastel para expulsar un soplido con el que apagué la vela luego, con un dedo, repasé uno de los bordes para recoger un montón de nata montada que llevé hasta mi boca con avidez.

Juntando las manos en actitud de súplica: Don Cicerone hincó sus rodillas en el suelo y dijo:
-Vi preghiamo di abbopietá di noi: basta chiedere la caritá e la solidarietá. Mi compasión e mu famíglia...
-¡Maldita sea...!: espeté-Soy un puto irlandés; no me hable a mí en esa jerga.
-Tengo dinero: repuso Don Cicerone-Mucho dinero...
-Guárdese su dinero, rata roedora: repliqué-He venido aquí para recuperar las horas de sueño perdido; llevo semanas durmiendo con un ojo abierto y otro cerrado, escondido en pensiones mugrientas y huyendo por las cornisas y los tejados; por su culpa: creo que me he vuelto loco; loco y paranoico: veo elefantes rosas volando y bichitos trepando por las paredes...
Hice una pausa para tomar aire y proseguí:
-Yo siempre obré con lealtad, nunca les he traicionado, y cuando vi a Roy muerto de aquella manera tan...sádica, se me vino el mundo encima: él y yo crecimos juntos y juntos partimos en aquel carguero desde el puerto de Dublín. Cuando le vi por última vez, tenía el mango de aquel destornillador saliendo por la órbita del ojo...él no tenía ninguna culpa, y la orden partió de usted: ¿Cómo fué capaz de algo semejante?
-Vendetta non é la soluzione: imploró Don Cicerone-Prego a nome di Dio hannopeccato che con la mía famíglia: la matematica a me, malasciano che vivono con loro; chiedo per caritá.
-Me temo que no va a ser posible: vaticiné-Conozco perfectamente las reglas, y si dejo a alguien vivo, aunque sea uno solo de todos los aquí presentes: nunca más volveré a tener un segundo de tranquilidad; lo siento, pero no fui yo quien inventó las reglas.
En sus ojos, vi que me estaban demandando una prórroga y que no estaban preparados aún para afrontar la muerte, pero: ¿Quién lo está, después de todo, llegado ese momento crucial?

En mi mano derecha, sostenía la Browning y en la otra, la Smith and Wesson: necesitaba ambas armas y procurar que todos mis disparos fuesen rápidos y certeros, hice unos cálculos previos para decidir cómo iba a repartir la munición: en cuanto sonara la primera detonación, aquello se convertiría en una jauría de niños corriendo de un lado a otro como posesos y de personas adultas desconcertadas ante aquella situación; algunos aceptarían su suerte de forma resignada, algún marido quizás, intentaría proteger a su ser querido más cercano cubriéndole con su cuerpo y habría quien reaccionaría de forma imprevisible, sabía cómo disparar con dos armas a la vez, pero debía escoger hábilmente los objetivos pues pronto me quedaría sin munición y no me apetecía prolongar aquella situación más tiempo del que fuera estrictamente necesario.
-Tenga compasión: rogó Don Cicerone-Se lo suplico...
Mientras apuntaba con ambas manos en direcciones distintas, dije:
-Este es un mundo de lobos...

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