El puente


Nunca comprenderé esa propensión a considerar los largos veranos de la infancia como una época de plenitud, de iniciación y de amores precoces. Aquellos veranos interminables que me veía obligado a soportar en casa de mis abuelos yo los recuerdo como un periodo de días tediosos y de tardes interminables, bañadas por la presencia de un Sol deslumbrante y abrasador. Desde que tuve un uso mínimo de razón, me pareció entender que el único propósito de nuestras familias era el de aparentar éxito social y hacer gala de los lujos recién adquiridos con los créditos mendigados a los bancos y conseguidos en condiciones draconianas. La mayoría de las casas del pueblo carecían de comodidades mínimas, yo solía echar de menos la televisión y ante mis ruegos e insinuaciones, la respuesta solía ser unánime: "Ni falta que nos hace, aquí hemos venido a respirar puro" Yo asentía resignado y perplejo ante tal muestra de autosuficiencia, aunque sin entender la relación existente entre el televisor y la contaminación. El resultado final era que las horas se convertían en un dilatado compás de espera interrumpido por el gran acontecimiento de la tarde: la rebanada de pan y la tableta de chocolate.

Aparte de unas cuantas manzanas rústicas de casas, el pueblo no ofrecía mayor atracción que el puente adonde solía reunirse la camarilla: allí estaban Víctor, Andrés y Rubén: estos tres rondaban mi edad. Aitor tenía solo un año más que yo, pero había dado el estirón antes de tiempo y lucía un incipiente bigote negro, como una hilera de hormigas inmóviles sobre sus labios delgados.

Eusebio rondaba los catorce, y desde mi perspectiva, lo veía alto y robusto, dotado de amplias espaldas y cabeza enorme. Huelga decir que entre él y Eusebio se repartían la voz cantante; a ellos les debíamos la gentileza de participar día tras día en un lúdico remedo de conversación consistente en repetir hasta la saciedad un puñado de frases relativamente ingeniosas con algún que otro retoque o algún pequeño matiz para romper la monotonía.

Hugo y Alberto habían sobrepasado la mayoría de edad y podía vérseles fugazmente curvados a lomos de sus rugientes motos con escape libre en el momento de abandonar el pueblo atravesando el puente, por donde solían regresar recién entrada la noche.

Pascual era el único de nosotros a quien sus padres le habían concedido el privilegio de poseer una bicicleta, y aunque le prohibían rebasar con ella los límites del pueblo, no cesaba de dar vueltas erguido orgullosamente sobre su sillín y sujetando el manillar como quien dirige un coche de caballos. De vez en cuando, pasaba frente a nosotros y daba la vuelta sin detenerse, temeroso de que alguien fuera a pedirle prestada su preciada bicicleta.

En cuanto a las niñas: estas solían ser modosas y comedidas, y permanecían la mayor parte del tiempo en casa, ayudando a sus madres en las tareas domesticas, pero había dos de ellas con la suerte de tener unos padres liberales: eran la Claudia y la Ursula: Claudia solía llevar un vestido ancho y estampado con la falda larga hasta los tobillos. Cuando estaba con nosotros, se sentaba doblando las rodillas y con los brazos rodeándole las piernas; bajaba la cabeza y su larga cabellera cubría casi totalmente su rostro.

Ursula estaba en el extremo contrario: vestía con ropas cortas y muy ceñidas; tenía la piel morena a fuerza de no escatimar ni una hora de Sol y su largo pelo negro lucía rebelde en casi toda  su extensión, excepto en la frente, donde llevaba una cinta de tela al estilo indio.

En todas las épocas, los jóvenes han expresado su descontento de una forma o de otra. La juventud de aquel entonces, solía hacerlo fingiendo desinterés, lo cual exacerbaba los ánimos de sus mayores, que les achacaban una actitud de rechazo hacia el compromiso que muchas veces no era tal, atribuyéndoles actitudes promiscuas que quizás eran un modo de expresar su sinceridad y acusándoles de una presunta dejadez por el cuidado de la higiene corporal. Supongo que tanto Ursula como Claudia habían tomado como modelo aquellos parámetros de conducta, pero en el fondo, no dejaban de ser dos niñas imitando el comportamiento de los mayores.

El puente que marcaba los límites del pueblo era una antigua estructura cimentada sobre la quebrada del río, medía unos veinte metros de largo por cinco de ancho, con doble arco inferior que desde abajo tenía forma de garganta abierta y siete gruesos pilares de apoyo; bajo sus arcos discurría veloz el caudal dibujando estelas y formando remolinos que eran engullidos por las concavidades del puente para ser expulsados hacia el lado opuesto donde se dispersaban regando un bosque enmarañado de maleza y juncos que había crecido en los márgenes.

Otro de nuestros principales pasatiempos, consistía en atravesar el puente subidos a la barandilla: aquellos que lograban llegar al final con determinación, eran vitoreados, y aquellos que tras dudar de su equilibrio, saltaban hacia dentro o lo hacían tras experimentar un conato de caída: recibían un jocoso abucheo.

Yo les veía atravesándolo una y otra vez con arrojo y determinación y en ocasiones me preguntaba si sería capaz de hacer yo lo mismo: obviamente, no tenía ninguna obligación, pero la simple idea del desprecio que podría ser objeto por parte del resto al considerarme un cobarde se convirtió en imperativo. Me llevó tiempo reunir el coraje necesario, pero cuando tras varias tentativas que acabaron en nada, me puse detrás de Victor que se disponía a cruzar el puente por enésima vez, supe que ya no había vuelta atrás, entonces, de mis labios temblorosos brotó la frase mágica:
-Después de ti, voy yo.

Yo le observaba avanzar con decisión a través de la barandilla y hasta permitiéndose hacer cabriolas desde lo alto y me encaramé al tiempo de ver su silueta empequeñecida desapareciendo por el otro extremo del puente. La barandilla era lo suficientemente ancha, lo cual me permitía juntar las dos piernas, aun así, no logré reunir las fuerzas necesarias para ponerme en pie, y quedé con las rodillas hincadas en la superficie, sujetándome a los bordes con fuerza.

Al poco rato, ya había recorrido unos cuantos metros, y sabía que no había marcha atrás: las risas discurrían por doquier y las burlas no se hicieron esperar: las voces de mis amigos eran ondas sonoras serpenteando fugaces alrededor de mis oídos y mientras, yo seguía avanzando con ridiculez y miedo patente, sin abandonar mi posición, deslizando primero un pie y después otro y así sucesivamente, avancé un metro tras otro con lentitud pasmosa, me obligué a continuar hasta que mis rodillas comenzaron a dolerme, las notaba despellejándose contra la superficie rugosa de la barandilla, y entonces, caí error: miré hacia abajo y pude ver las aguas deslizándose veloces, formando nudosos remolinos de agua agitada que se dispersaba en dos direcciones con rugiente frenesí. De pronto, fue como si un súbito fogonazo invadiera mi interior: una fuerza invisible me envolvió sujetándome con fuerza y dejándome allí postrado, con los músculos tensos pero inmóviles. En mi mente fue gestándose un pensamiento que no tardó en adquirir rango de convicción: iba a morir, mi cuerpo caería al vacío y el impacto contra las rocas aplastaría mis huesos sin piedad, luego: el torrente de agua me arrastraría hasta los juncos y los matorrales que crecían salvajes en los márgenes del río y cuando vinieran a recogerme, mi cadáver tendría el aspecto de un montón de ropa vieja, revuelta y mezclada con el fango, como aquellos cuerpos sin vida que solía ver en blanco y negro, en los informativos de la televisión.

Casi involuntariamente, cuando concentré todas mis fuerzas en mirar al frente, mi vista recaló en Ursula, sentada en el extremo opuesto de la barandilla; allí donde esta se curvaba hacia los lados formando un pequeño mirador: sus piernas colgaban balanceándose en el vacío, lo que le daba un aspecto etéreo; parecía flotar suspendida en una nube, flexionaba los pies repetidas veces y cuando sus sandalias parecían a punto de desprenderse, agitaba los tobillos a derecha e izquierda para que la delgada cinta de cuero volviera a encajar entre sus dedos. Tenía la cabeza inclinada hacia delante, con el pelo cubriendo parcialmente su cara, miraba hacia abajo con indiferencia y aparentemente no parecía participar de las bromas que discurrían sobre mi persona, salvo por alguna carcajada casual. Cuando mis ojos coincidieron inevitablemente con los suyos, ella mantuvo la mirada durante unos segundos, luego: inclinando su estilizado tronco hacia atrás, se echó a reír a carcajadas, lo que hizo fijar mi atención en sus senos latiendo tensos bajo la blusa, esto hizo despertar en mí algo turbio e incomprensible, la sensación fue fugaz pero inusitada.

Debieron transcurrir varios minutos antes de que lograra salir de la parálisis y despegar mis rodillas entumecidas de la piedra y cuando terminé de recorrer con pulso torpe y tenso los últimos metros hasta el extremo del puente, tuvieron que ayudarme a bajar, entonces, fui arropado por una calurosa ráfaga de enérgicas palmadas en la espalda y sonoras carcajadas.

Llegué a casa derrotado y humillado, me temblaban los labios por el miedo y la tensión vividas, pero mi madre, al verme llegar, me hizo pasar inclinándose para darme un beso en la mejilla como de costumbre, y sin emitir juicio alguno acerca de mi aspecto, me llevó hasta el baño, donde se dispuso a limpiar mis muslos magullados con agua oxigenada y a aplicarles una cura casera con yodo y la misma dedicación con la que solía remendar mi ropa de Invierno cosiendo parches en los codos y en las rodillas. Cuando entre un llanto reprimido, me decidí a contarle lo sucedido, sólo acerté a decir:
-He cruzado el puente de rodillas…
Ella se giró para guardar las cosas en el botiquín y sin dejar de reír, rezongó:
-Hijo mío: ¿Querías hacer penitencia?...

Me era imposible dormir por más que me esforzara en cerrar los ojos y emplear toda mi voluntad en no pensar en nada; mi mente ardía presa de una crispación que no lograba descifrar, transcurrían las horas en vilo y un silencio turbador removía mis ideas; asfixiaba mi cerebro induciéndome a sentir que me hallaba en el interior de un recipiente cerrado y si aire.

Me levanté y comencé a vestirme con sigilo; tanto me afané en no despertar sospechas que nadie pareció oírme pese a que éramos cinco personas en una casa de dimensiones reducidas. Una vez afuera, el paisaje se llenó de formas y texturas desconocidas por mí: un negro arco de penumbra cubría los contornos, el aire era frío y húmedo, el cielo estaba despejado, las estrellas eran gélidos puntos luminosos y abajo, el río rugía hambriento, desafiándome y tendiendo sus nudos invisibles hacia mí. La Luna iluminaba mis pasos en mi camino descendente y el eco de mis pisadas resonaba en el pavimento anticipándose al sonido de mis propios pasos.

Esta vez, sin dudarlo ni un solo instante, con garbo y con aplomo, sin pestañear siquiera: caminé a través de la barandilla alzando la vista y fijándola resueltamente en la parte opuesta. Cuando llegué al final, con el corazón latiendo con fuerza, quedé frente a la carretera y de forma casi involuntaria, mi vista voló unos metros más allá, hacia las formas espesas e imprecisas del bosque: días atrás, hubiese echado a correr de forma desaforada hasta quedar sin aliento perseguido por mis propios fantasmas, pero ahora, las formas espectrales que nacían entre los troncos y las nudosas ramas de los árboles ya no suscitaban reacción alguna en mí. Me pregunté si esto significaba que había dejado atrás la niñez, pues yo siempre me lo había imaginado así: veía el comportamiento de mis padres y pensaba que hacerse adulto implicaba asumir dos rasgos fundamentales: uno de ellos y el más llamativo para mí, consistía en perder la facultad de llorar y el otro, el que creía haber alcanzado en aquellos momentos, era la superación de los propios miedos. Pero quedaba un detalle en el aire, y este tenía que ver con la pérdida de las ilusiones: pensé en los juguetes que habían quedado en casa por no haber espacio en el coche y al momento, fui asaltado por una honda sensación de vacío al constatar que ya no sentía ningún interés por ellos.

Cuando volví a tenderme en la cama, fue para retomar el ritmo de la turbación que había quedado interrumpida minutos antes. Silencio, el tenue sonido de la respiración proveniente de la habitación de al lado. Tiempo muerto y de súbito, vi aparecer el objeto causante de mi intranquilidad, este ya no era algo confuso ni impreciso sino que tenía una forma clara y nítida: era Ursula, y estaba allí, en la barandilla, balanceando sus piernas mientras reía despreocupada: sus muslos y sus brazos eran torneados y atractivos. Su piel, suave y delicada tenía un cálido color dorado. Mi imaginación comenzaba a desbordarse, mi otro yo etéreo le quitaba las sandalias, le arrancaba los apretados pantalones desgastados y recortados casi a la altura de las nalgas y le arrebataba su escotada blusa a tirones; mi conciencia se escapaba, y en aquel deseo que me inundaba por dentro había violencia y pasión, deseo y amor, todo a partes iguales. Tuve una visión de mí mismo apretándome contra su cuerpo, buscando la intersección de sus piernas donde se me antojaba que debía haber una fruta dulce y jugosa; quería poseerla de un modo impreciso y frenético; deseaba hacerla mía y no sabía cómo.

Finalmente, ahogado en sudor y con el corazón y la cabeza palpitantes, llegué a un punto álgido en el que mi deseo acabó desbordándome, entonces fui sacudido por la necesidad imperiosa de frotarme la entrepierna para mitigar el picor que se había despertado en mi miembro. Pronto, el picor se convirtió en una sensación inusitada que me hizo retorcer de placer: necesitaba gritar y grité con todas mis fuerzas, pero cuando recobré la razón, me asaltó la duda sobre lo que acababa de experimentar y la extraña situación que se había creado, pues estaba seguro de que aquel grito prolongado que acababa de emitir debió despertar a toda mi familia y sin embargo y para mi pasmo: nadie abrió la puerta de mi habitación para saber lo que sucedía.

Entonces me percaté de que tenía el pijama empapado, esto me hizo sentirme sucio y culpable, por haber perdido el control de mi mente y mi cuerpo, lo cual, pensé que me había hecho orinar encima.

Cuando a la mañana siguiente, vi entrar a mi madre en la habitación, noté como me dedicaba una sutil mirada de complicidad mientras abría la ventana para subir la persiana. Después, mientras me vestía, volvió a entrar en la habitación portando ropa limpia de cama y cariñosamente, me apartó a un lado para sacar la ropa del colchón donde una mancha, todavía húmeda, delataba mi actividad de la noche anterior. Luego, sin hacer ningún comentario al respecto, se dispuso a envolver el colchón.

Tras desayunar, salí a la calle y me encaminé hacia el puente, como de costumbre: desde lejos, pude ver las siluetas de mis amigos, lo que me hizo suponer que se habían reunido para seguir comentando entre risas mi hazaña de la tarde anterior. No me equivocaba: a medida que me acercaba y se hicieron visibles los rasgos de sus caras: pude ver sus bocas curvadas en una mueca de burla y cuando estuve frente a ellos, coincidieron todos en un mismo gesto: abriendo sus ojos como platos, alargaron las facciones de sus mandíbulas hacia delante y antes de estallar en sonoras carcajadas, corearon al unísono-¡Cara de besugo, cara de besugo!
La tarde del día anterior, cuando quedé paralizado en medio del puente, mi rostro quedó momentáneamente desfigurado por el miedo; con la boca estirada hacia delante y los ojos abiertos de par en par, por eso, mi apodo durante las dos semanas que aún faltaban para terminar aquel periodo de vacaciones estivales, iba a ser este: cara de besugo.

Comentarios