El otro
El uno y el otro: las vertientes positiva y negativa de uno mismo en continuo duelo; la presencia de uno implica la ausencia de otro; uno es un extraño para sí mismo y en ocasiones no sabe si está vivo o muerto, a menudo ha experimentado la sensación de que su cuerpo está hecho de trozos recogidos y juntados al azar; trozos que son partes independientes y que en ocasiones, actúan con voluntad propia.
Uno es un extraño para sí mismo; a veces oye voces resonando en el interior de su cabeza, otras: en sueños, corre, galopa a través de calles desiertas bajo los puentes y las cornisas, cruza callejuelas estrechas sin rumbo fijo y cuando despierta, se ve a sí mismo huyendo en una carrera desaforada sin recordar lo sucedido, a veces todo es puro silencio, otras, una multitud de voces susurrantes taladran sus oídos; un enorme vacío se cierne sobre él como preludio del caos. Luz y tinieblas alternándose sin pausa. Ángeles y demonios jugando a las cartas.
Con siete años, era un niño más nervioso de lo común; en la escuela escuchaba la voz terrible y autoritaria del profesor con miedo y estupor, observando su figura rígida y severa moverse con firme lentitud entre las hileras de pupitres. Encogido en su asiento, veía acercarse y alejarse al profesor sabiendo que tarde o temprano escucharía su propio nombre resonando en las paredes del aula con aquel terrible tono acústico. Entonces, al levantarse, vería la enorme silueta del profesor frente a él, repitiendo la misma pregunta una y otra vez con énfasis creciente y de fondo, las caras burlonas de sus compañeros de clase. Unas veces conocía la respuesta, otras no, pero el miedo le impedía hablar; las piernas le temblaban incapaces de sostener su escaso peso. Poco a poco iban humedeciéndose sus pantalones, después, el cálido goteo involuntario iba agrandándose hasta que un caudal incontrolado empañaba la ropa y fluía libremente a través de sus piernas buscando el suelo donde terminaba dispersado en un creciente charco delator. Entonces, las risas contenidas de los otros niños estallaban en un clamor que inundaba el aula.
Aquella mañana iba con su bolsa del colegio repleta de caramelos en los que había gastado todos sus ahorros y que pensaba repartir entre los otros niños: caminaba decidido a ganarse su amistad con ese gesto, pero a medida que se acercaba hasta aquel grupo de niños que correteaban a un lado y a otro de la calle, estos fueron abandonando sus juegos y sus risas y se quedaron todos inmóviles, mirando con una mueca de sarcasmo a aquella figura menuda y sonriente que caminaba hacia ellos con paso resuelto y la bolsa con los libros y los caramelos echada sobre su hombro.
Poco más tarde, recorría el mismo trayecto en sentido contrario intentando esquivar las piedras que le arrojaban sus perseguidores hasta que tropezó y cayó al suelo donde siguió recibiendo golpes. La bolsa se abrió, dejando su contenido desparramado a su alrededor: los caramelos, en docenas de diminutas perlas multicolores salpicaban los grises adoquines y se mezclaban desordenadamente con las hojas arrancadas de los libros que habían sido arrojados al aire, y él permaneció en el suelo, repleto de magulladuras y cuando ya se hubieron marchado los otros niños, comenzó a recoger sus cosas y a introducirlas lentamente en su bolsa, esforzándose por contener el llanto.
Uno se sentía confuso e incapaz de recordar lo que había estado haciendo durante las pasadas horas; una marea invisible nublaba sus pensamientos; sólo sabía que entre sus manos temblorosas sostenía una navaja con el filo manchado de sangre; la misma sangre que salpicaba sus manos y sus ropas. Miró a su alrededor tratando de reconocer aquel lugar pero solo vio masas de ruinas y escombros esparcidos a lo largo de un recinto lóbrego y oscuro. Casi involuntariamente, toda su atención quedó centrada en dos pequeños bultos inmóviles que yacían casi ocultos a su vista tras una viga de hierro oxidada. Lentamente, los recuerdos comenzaron a aflorar desde algún vacío recóndito de su mente como imágenes proyectadas sobre una pantalla, en ellas pudo ver al otro repartiendo caramelos entre aquellos niños, poco más tarde, lo vio franqueando el umbral de aquella casa en ruinas acompañado por dos siluetas menudas; las mismas que yacían allí frente a él, entre los escombros. Introdujo la mano en el bolsillo de su abrigo y la sacó tras haber palpado algo en su interior. Cuando abrió la mano, su vista quedó atrapada en los finos papeles de colores que envolvían aquellos caramelos y que parecían brillar con luz propia en medio de la oscuridad.
A los ocho años, era un niño asustadizo que salía gateando y se escondía debajo de la cama con solo escuchar una voz más alta de lo normal y los gritos se sucedían con demasiada frecuencia en su casa; por aquel entonces: su padre había perdido su trabajo y solía permanecer buena parte del tiempo en casa. Cuando se ausentaba era para regresar varias horas más tarde tambaleándose y tropezando con todo cuanto encontraba a su paso. Unas veces, los gritos eran como un ruido molesto que se apagaba gradualmente pero otras era un desvarío violento que se prolongaba durante horas. Encogido por el miedo físico que transmitían aquellos sonidos, él solía permanecer inmóvil en su escondite conteniendo la respiración; deseaba despertar en cualquier momento y descubrir que había estado soñando…con el tiempo, ya no tuvo suficiente con esconderse: necesitaba apretar sus oídos con los dedos y apartar de su mente la voz desgarrada de su madre, cubrir con una cortina de silencio el violento sonido de aquellos golpes y transformar los gritos de su padre en un susurro lejano.
Tenía nueve años cuando la frágil y quebradiza tela que envolvía sus sueños se rompió arrancándole bruscamente del silencioso calor intrauterino en el que se encontraba. Casi de inmediato, saltó de la cama y se escondió debajo, pero aquella vez era distinta a las demás, por más que se esforzaba en taponarse los oídos, no lograba acallar las voces; estas: lejos de apagarse, parecían resonar en el interior de su cabeza, era su padre quien gritaba insultando a su madre de quien solo escuchaba frases entrecortadas y balbuceos ahogados por el ruido de los golpes. El tiempo se detuvo angustiosamente durante aquella noche donde los minutos parecían horas y las horas parecían días y cuando los gritos se desvanecieron: pudo reconocer el amargo sollozo de su madre seguido de un tenue chasquido metálico. Entonces percibió el sonido producido por aquel cuchillo cayendo sobre el suelo pero lo que oyó fue un eco amplificado con obsesiva nitidez y en su mente: aquel cuchillo surcaba el aire con su brillante filo vuelto hacia el suelo donde rebotaba una y otra vez sin llegar nunca a quedar inmóvil por completo.
El filo del acero subía y bajaba hundiéndose una y otra vez en la masa blanda e inerte, desgarrando piel y tejidos; el otro jadeaba resoplando de rabia y dejó caer la mano que empuñaba la navaja hundiéndola hasta el mango. Lentamente había ido perdiendo el resuello y todo su cuerpo se desmoronó siguiendo el trayecto de su mano en descenso. Se reincorporó, no sin dificultad y hundió el metal por última vez antes de caer exhausto junto al cadáver, lamiéndose los labios y saboreando el sudor salado que caía por su frente. Miró a su alrededor sin reconocer nada y sin reconocerse a sí mismo. La noche cubría aquel callejón desierto como un negro manto de terciopelo; una mancha de luces parpadeantes salpicaba la negrura. Miró el cadáver que tenía frente a él y luego vio sus manos ensangrentadas sujetando aquella navaja con tembloroso frenesí. Su estómago empezaba a encogerse y a sacudirle con violentas arcadas, su cabeza daba vueltas y todo a su alrededor giraba formando espirales vertiginosas de luz y de materia confusa.
Era Otoño tras los altos muros del orfanato: uno escuchaba el viento suspirando a su alrededor acurrucado sobre las hojas otoñales y veía los árboles vacíos meciéndose y agitando sus ramas secas. Llegarían otras estaciones, otros años pero para él ya no habría Primavera ni Navidad; se avecinaba el largo Invierno y un laberinto de meses interminables le esperaban recluido entre aquellas piedras, a su alrededor resonaban los gritos y las risas de los niños que se deslizaban por el tobogán alborotados; la pelota saltaba de un lado a otro, los columpios se balanceaban mientras él se quedaba solo, encogido sobre sí mismo. Eran sus nueve años sin palabras, sin risas, solo sus luminosos ojos verdes salpicados de un permanente brillo cristalino; todos reían menos él; lo llevaba todo dentro: sus pensamientos, los miedos infantiles y las preguntas que nadie iba a responderle.
Había estado llorando en silencio toda la noche; era algo oculto que mantenía en secreto, boqueaba; sus ojos se hinchaban y una fina riada de agua salada bañaba su cara. Entonces pudo escuchar la voz del amigo invisible hablándole desde la oscuridad:
-Ya no estás solo, no debes tener miedo, la gente es mala, quieren hacerte daño pero mientras estés conmigo, no te pasará nada…
Alguien llamaba con recatada insistencia. Uno abrió con cautela asomándose a través de la puerta entreabierta para cerciorarse. Cuando estuvo frente a los dos visitantes, respondió con un mudo gesto de asentimiento al solícito saludo de los recién llegados: eran un hombre y una mujer jóvenes e iban impecablemente vestidos portando un libro bajo el brazo. Todo en ellos irradiaba pulcritud pero escudriñaban bajo su blanca sonrisa, su mirada era fresca y serena, pero intimidatoria, miraban fijamente y con insistencia. Uno percibió estos detalles aunque no les prestó demasiada importancia.
-Te preguntarás porqué hemos venido, se adelantó ella diciendo-Estamos aquí porque queremos presentarte a un amigo.
-¿Conoces a Jesús?: inquirió él.
-Vemos dolor en tu mirada: prosiguió ella con voz cálida-Llevas el título de tu libro grabado en los sinuosos pliegues de tu frente, no temas abrir tu corazón a Jesús: él te mostrará el camino.
-La verdad está aquí escrita: dictaminó él, mostrándole el libro que sujetaba y golpeando las tapas con suavidad.
Uno escuchaba con velada suspicacia el discurso lacónico de los recién llegados hasta que escuchó algo que le hizo cambiar súbitamente de actitud:
-El siempre estará ahí para ayudarte si sabes escuchar su mensaje, estando a su lado no debes tener miedo porque nada malo puede sucederte.
Les invitó a pasar indicándoles el interior de la vivienda con un gesto amable, a lo cual accedieron sin reservas y acompañándoles hasta el salón, les ofreció acomodo en los dos sillones que parecían dispuestos para una ocasión especial como aquella, luego se dirigió hasta la cocina y abrió la nevera. Pero mientras alargaba la mano hacia las latas de refresco, desvió su vista involuntariamente y toda su atención quedó focalizada sobre la estantería donde colgaban los cuchillos…
Durante un lapso de tiempo indefinido, permaneció sumergido en una laguna oscura y sin fondo hasta que recobró la consciencia de sus actos, descubriéndose a sí mismo como a un ladrón en plena fechoría: con ayuda de una pala, iba recogiendo montones de tierra que arrojaba y esparcía sobre un túmulo de su jardín; previamente había trazado una recta imaginaria cuya simetría debía coincidir con la del terreno que no había sido removido. Entonces trató de recordar los hechos más recientes, pero esta vez era imposible.
El patio de aquel orfanato era un hervidero de voces y de gritos, de risas y de niños que iban y venían corriendo de un lado a otro para terminar agrupándose alrededor de aquellos dos cuerpos abrazados en un impetuoso forcejeo, rodando como dos masas de miembros entrelazados. Uno sentía el peso de aquel cuerpo ahogándole: tiró con fuerza y le hizo cambiar de posición, siguió tirando de él hasta que logró situarse encima suyo y con su mano libre comenzó a golpearle: sus nudillos se hundieron una y otra vez en la cara de su contrincante hasta que dejó de agitarse. Sus manos se cerraron sobre aquel cuello y apretaron con fuerza: los ojos se abultaron y su cara se enrojeció, luego se puso púrpura; su lengua colgaba tiesa pero él siguió apretando: las risas cesaron, luego se fueron apagando las voces y finalmente, se hizo el silencio a su alrededor: por fín lo había conseguido, desde ese momento y en lo sucesivo, nadie volvería a reírse de él…
Aquella mañana, despertó con un extraño bienestar rondando por todo su cuerpo: se sentía joven, pletórico y exultante de energía, no recordaba nada del día anterior pero este detalle tampoco le preocupaba demasiado: se levantó dando un salto de la cama y fue hacia la cocina, abrió la nevera y cuando miró hacia su interior, se quedó allí petrificado.
Una viscosa y sanguinolenta provisión de carne humana inundaba la nevera: una cabeza seccionada ocupaba la parte superior puesta sobre una bandeja, en la parte inferior, podía verse un tronco humano troceado; las extremidades yacían buscando espacio a los lados y debajo de todo, en el interior de una bolsa transparente, todos los órganos internos, juntos y casi desmenuzados en un denso amasijo: uno estaba confuso, extendiendo de un lado a otro sus manos que ahora temblaban en un cuerpo lleno de espasmos. Se dirigió lentamente al cuarto de baño y se puso frente al espejo, abrió el grifo e inclinó su cara. Al sentir el frescor del agua en sus mejillas, pudo pensar con más claridad: la evidencia entraba a través de sus ojos señalándole con dedo acusador: la ducha había sido utilizada, todos los armarios del cuarto de baño habían sido abiertos y un remolino de ropa empapada en sangre yacía echada en un rincón. Lentamente comenzaron a acudir los recuerdos y detrás de ellos aparecieron las imágenes…
Uno se hallaba en el metro; sus pasos resonaban por los subterráneos y en torno a él, flotaba algo muy extraño: el lugar donde creía hallarse no tenía nada en común con ningún lugar cotidiano; no hallaba el camino de salida, el túnel se estrechaba, se sentía empujado a seguir un camino que desconocía; no veía a nadie, creía hallarse solo en aquel laberinto oscuro.
Cuando más tarde, pudo sentir el viento exterior golpeando su rostro: comenzó a recorrer las calles como un sonámbulo; la visión de la marea de transeúntes pasando ante él con paso apresurado fue desdibujándose y adquiriendo matices extraños, la gente con quien se cruzaba no tenían cara; sus rostros eran superficies lisas y sin vida. Oyó multitud de voces que susurraban sin cesar detrás de él; apenas lograba entender lo que decían pero le inspiraban miedo y esto le hizo correr desaforadamente: al rato, comenzó a notar los síntomas del esfuerzo desmesurado al que estaba sometiendo su cuerpo: llevaba la boca abierta, inspirando el aire en densas bocanadas pero abocado a huir hacia no sabía dónde. Chocó contra algo, vio una cara sin rostro frente a él, giró hacia la esquina, después hacia la derecha y súbitamente, todo se oscureció. Oyó unas voces riendo y siguió corriendo hasta chocar con un cuerpo blando y pesado se revolvió para escaparse; notaba como le faltaba el aire pero la necesidad de huir se hizo cada vez más apremiante y se vio de pronto huyendo a través de un callejón lóbrego y oscuro que discurría bajo los arcos de un largo puente, entre paredes húmedas y estrechas. Alguien le perseguía repitiendo su nombre a gritos, tenía que huir de él o matarle. Matar: esta era la clave; daría muerte a aquello para preservar su propia existencia, después trocearía a aquella cosa y más tarde se la comería: con este acto absorbería toda la fuerza y las facultades de aquel ser y esto le haría más fuerte…
Otro daba vueltas y vueltas en su cama y la ropa lo envolvía en un remolino que se adhería a él como una camisa de fuerza. Se despertó sobresaltado, se reincorporó y vio como la luz del Sol penetraba a través de la ventana de su habitación: la lámpara había quedado encendida toda la noche y la apagó.
Era Domingo y aunque no tenía que ir a ningún lugar en concreto, se vistió rápidamente y bajó corriendo las escaleras. Una vez en la calle, se sintió reconfortado al aspirar nuevamente los humos que le rodeaban. Hacia el atardecer, otro continuaba en ayunas; el malestar aumentó, la gente le miraba con recelo, esto le hizo pensar que su aspecto en general, dejaba mucho que desear. De repente, acudieron a su mente las ansias de buscar un final a todo aquello: pensó en lo fácil que sería solucionarlo todo de forma rápida y tajante..
Primero buscó una cabina en un lugar poco transitado, al encontrarla se encerró en ella y se aseguró de que nadie le mirara. Por si acaso, sacó el teléfono y se puso a fingir. Sacó discretamente de su bolsillo la navaja automática de la que nunca se desembarazó, se arremangó el jersey dejando la muñeca izquierda al descubierto, había pensado cortarse las venas pero cuando sintió la afilada y fría hoja rozar su muñeca, todo cambió; observó su muñeca mientras la rasgaba lentamente y con pulso tembloroso: era una muñeca ancha y robusta; era muy probable que cuando la hoja penetrara entre tejidos y ligamentos, lo hiciera con dificultad, pero cuando partiera las venas: estas estallarían y el primer chorro de sangre saldría saltando en todas direcciones.
El frío se imponía sobre su cuerpo que temblaba entre espasmos; su pulso le fallaba ante el dilema que tenía ante sí. Contuvo la respiración y concentró todas sus fuerzas en mantener los parpados apretados, entonces comprendió que nunca lograría consumar su acto: el pulso falló y la navaja se le cayó al suelo. Salió de allí y siguió caminando con la intención de no encontrarse con nadie.
Como si hubiera permanecido largo tiempo dormido, de pronto se vio caminando por una vereda sin ver a nadie cerca y sin escuchar otro sonido que el de sus propios pasos, una amplia recta surcada por ambos lados de lapidas ovaladas y rectangulares lo mantuvo arrastrando sus pasos a través de aquel sendero de piedra sin saber qué extraña inquietud le había conducido hasta allí.
Sintió como su cerebro se nublaba lentamente y un resplandor dorado inundaba sus retinas. Como creía haber visto otras veces, quizás en sueños o usurpando un espacio a la vida real, podía distinguir como desde el fondo de aquel resplandor emergían formas geométricas y abstractas en espiral o formando telarañas superpuestas que giraban unas sobre otras deteniéndose de súbito cuando un cierto orden geométrico había sustituido al caos.
Un desvanecimiento súbito se apropió de sus sentidos y todo quedó a oscuras, entonces volvió la luz gradualmente y pudo distinguir el escenario de lapidas y de inscripciones que le rodeaba en medio del silencio más absoluto, pero allí había sucedido algo, lo intuía: comenzó a mirar a su alrededor y vio dos figuras tendidas sobre una de las losas de mármol. Al acercarse, vio que eran un hombre y una mujer de avanzada edad: las flores que portaban como ofrenda, habían quedado desperdigadas a su alrededor confundiéndose los rojos pétalos arrancados con la sangre que fluía de aquellas gargantas seccionadas.
Uno trató de emitir un grito de pánico pero una fuerza extraña anudaba su cuello, sus ojos fluctuaban con un parpadeo desacompasado, las ideas bailoteaban esquivas en su mente: podía escuchar su propia respiración y seguir el movimiento de sus ojos a través de aquel sendero de piedra mientras huía sin rumbo fijo, corriendo desaforadamente, con la percepción de que dos enormes ojos terribles y saltones le estaban observando y con la presencia obsesiva de aquellas voces que desde todos los rincones repetían una y otra vez su nombre a gritos.
Desde ese momento, optó por vivir permanentemente encerrado. Le llamaban del trabajo para comunicarle su despido pero él ya había cortado el hilo telefónico. Uno se sentía como un extraño para sí mismo; alguien a quien debía mantenerse bajo vigilancia durante el día y la noche, y sumido en esta dualidad, permaneció hasta perder la noción de las horas; las pérdidas de memoria eran cada vez más frecuentes, retorcidas imágenes aguardaban en el interior de su mente aguardando a que cayera dormido y cuando esto sucedía, se hallaba a sí mismo rodeado por las figuras convulsas de aquellos a quienes había asesinado; sus cuerpos mutilados aparecían de todas partes avanzando hacia él entre espasmos: cuencas vacías, manos como garras y muñones ensangrentados se cerraban en torno a él mientras corría desaforadamente de un lado a otro del círculo, forcejeando como un loco en un vano intento por escabullirse de sus perseguidores y finalmente, siempre al borde del colapso: terminaba desfalleciendo entre brazos que se agitaban a su alrededor, bocas que se abrían a sólo unos centímetros de su cara y rostros deformes que brillaban como farolas encendidas.
Cuando despertaba, solo era para asegurarse de que todas las salidas que pudieran facilitarle el acceso a la calle permanecieran cerradas. En ocasiones, cuando despertaba, acurrucado en algún rincón, descubría como él mismo había intentado inútilmente forzar la puerta de su propia casa y como se había arrancado las ropas en un acceso de rabia.
Una mañana se despertó, embriagado por el deseo de matar. Despertó encerrado en el sótano y le parecía absurda su situación. Al incorporarse chocó violentamente con una viga, se sacudió y pateó con furia para desembarazarse de las mantas. Durante un segundo o dos, permaneció rígido ante la puerta, luego, con desenfrenada rapidez, buscó las llaves y salió.
Apenas hubo cruzado el umbral: vio como una presencia, ajena a todo lo que él conocía: emergía aparentemente de la nada y avanzaba hacia él; parecía semitransparente y flotaba suspendida a unos palmos del suelo. Otro fue a su encuentro con paso decidido, pero cuando creyó hallarse frente al intruso, algo le hizo pararse en seco; era una voz firme y serena:
-¿También piensas matar a los muertos?
-¡Tú no eres más que una ilusión!: bramó el otro-¡Puedo hacerte desaparecer cuando quiera!
Cerró los ojos, concentrando toda su fuerza interior en aquel deseo pero cuando los volvió a abrir: se encontró de nuevo con aquel ser que no parecía material, que irradiaba una extraña luminosidad y cuya transparencia, casi permitía ver los objetos a través de ella.
Una luz interior se encendió de súbito y en su mente comenzaron a fluir los interrogantes. Patrick se estremeció con un frío que le llegó hasta la médula:
-Por favor: dime que yo no estoy muerto también…
-No exactamente: respondió la voz-Estás en tierra de nadie: te hemos permitido revivir la ilusión de tu propia existencia a fin de prepararte para el viaje que debes realizar: tienes una cuantiosa deuda que saldar con nosotros y creemos que ha llegado el momento de anunciarte cual va a ser tu castigo.
-¿Castigo?: balbuceó, ahogado en un incipiente mar de sollozos-Yo no fui quien cometió aquellos actos: fue el otro…
-Sabemos de sobra cual iba a ser tu respuesta, pero tú eres el otro; tú y solo tú aunque te niegues a reconocerlo: tú guiabas sus actos y te serviste de él para descargar todo el odio y el rencor que sentías hacia tus semejantes. Tu alma vagaba errática buscando alguien a quien usurpar su identidad y le escogiste a él porque era débil. Pero uno hace tiempo que se marchó y ahora sólo queda el otro, esperando el turno para ser llevado hacia el lugar de donde nunca debió regresar. Y ahora, debes prepararte para emprender el viaje hacia tu destino final…
Con estas palabras, se hizo el silencio: la imagen del espectro se fue disipando a medida que se iban borrando las formas de los muebles, de los objetos y de las paredes que había a su alrededor. Una espiral de luz envolvió a el otro, lo levantó del suelo y lo arrastró hacia las profundidades de un abismo vertiginoso donde por fondo, sólo se alcanzaba a divisar una profundidad negra e insondable desde donde brotaban, aún lejanos, los gritos de dolor de los condenados.
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