El Horror
La noche había caído sobre la carretera como un pesado manto fúnebre y bajo la niebla fluctuaban las sombras, deformes e imprecisas. El coche comenzó a aminorar su rápida marcha justo cuando sus faros iluminaron durante unas décimas de segundo la extraña silueta de un animal reflejándola sobre la carretera.
-¿Habéis visto como corría?: preguntó Gerome-Seguro que era un oso.
-No hay osos por esta región: dictaminó Pierre, el cual estaba recostado junto a la ventana, mirando las formas que se distorsionaban en la oscuridad formando garras y zarpas escamosas, entonces reparó en una gran masa gris de piedra que repuntaba a lo lejos y algo le hizo suponer que aquello marcaba el final del trayecto; sospechaba que su hermano le tenía preparada alguna sorpresa, pero todavía no acababa de vencer, con sus reiteradas intrigas a la fatiga que venía sintiendo desde hacía horas. Detrás suyo, sonó la voz de Jean Louis, deliberadamente trémula.
-Te están observando Pierre. ¿Puedes captar su presencia? Tú no puedes verles pero ellos a ti, sí.
Pierre se giró bruscamente y gritó:
-¡Cállate!.
-Callo: reconvino Jean Louis; sus labios estaban curvados en lo que parecía una mueca burlona. Junto a Jean Louis estaba Ricci, callado y expectante; ambos ocupaban la parte trasera del coche, y ambos habían estado usando a Pierre como blanco de sus burlas a lo largo del trayecto.
-Deberías mostrar más respeto hacia los mayores: aseveró Gerome, mirando a su hermano de soslayo. Pierre no replicó, pero torció el gesto con desprecio.
Aunque Pierre y Gerome habían nacido con un año de diferencia, físicamente eran como dos gotas de agua, por esta razón, eran frecuentemente confundidos por gemelos, circunstancia que ambos negaban con la obstinada rotundidad de sus personalidades opuestas. Gerome era el mayor y comenzaba a acusar el tedio y la desgana por una responsabilidad que las normas le habían impuesto: cuidar de un hermano menor que había crecido sobreprotegido. Pierre por su parte deseaba tener la oportunidad de mostrar su valía a unos familiares y allegados que con su actitud no hacían sino posponer indefinidamente su momento de dejar atrás la pubertad. Mientras tanto, los hechos parecían seguir un guión preestablecido: Pierre y Gerome habían entrado en la facultad con un año de diferencia y mientras Gerome ya había tenido tiempo de fundar una hermandad que comenzaba a estar en boca de todos por su talante transgresor, Pierre iniciaba durante ese mismo año sus estudios superiores, el tiempo de entrar a recoger sin esfuerzo los frutos cosechados por su hermano.
Durante un instante, el coche pareció desviarse de su ruta y salió de la carretera. Tras una rápida maniobra y superados los vaivenes del primer golpe de volante, retomó su rumbo reincorporándose a los estrechos márgenes de la carretera, Gerome golpeó el volante furioso, maldiciendo el suelo resbaladizo y la penosa configuración del pavimento. Pierre dejó escapar un suspiro de resignación y se encogió, intentando cambiar de posición en su asiento. En aquellos instantes, el coche tomó el lateral de la carretera y siguió perdiendo velocidad mientras se adentraba en el descampado hasta quedar completamente parado. Desde afuera, llegó el tañido de aquel aire glacial, arañando las ventanas del coche y cubriéndolo como una estela en expansión. El coche había quedado orientado frente a un alto montículo desde donde emergían caprichosamente sinuosas las formas de una fortificación de edad imprecisa, con sus murallas troceadas y sus altas torres mutiladas despuntando bajo un cielo frenético, de nubes incandescentes que se desplazaban a gran velocidad, cubriendo y desnudando alternativamente a un disco lunar en fase plena.Durante unos segundos, los cuatro ocupantes del vehículo estuvieron escuchando en silencio los ruidos provenientes del exterior. Los interrogantes comenzaban a formularse en la atribulada mente de Pierre, alentadas por un silencio turbador, en cuyo fondo se mecía el silbido rabioso del viento. Entonces, la voz de Gerome se alzó con marcado acento teatral:
-Aquí fue donde comenzó todo; tal noche como hoy, la tierra se estremeció y se tiñó de sangre. Ya se palpa la presencia de aquel cuya alma fue condenada a vagar erráticamente a través aquello que fue el escenario de su desdichada vida como penitencia por haber atentado contra el orden supremo, y todo aquel que usurpe la paz de este, su mausoleo: será poseído por el espíritu atormentado que habita en estos parajes yermos.
Acto seguido: Jean Louis y Ricci, aplaudieron al unísono durante unos segundos.
-Esta vez te has superado: rezongó Jean Louis con sorna-Aunque los parajes yermos que has citado, no los veo yo por ninguna parte.
-Vuestra frivolidad me ofende: replicó Gerome-En este castillo yace un hombre cuya lujuria horrorizaba al propio creador, cuya sed de mal inflamó la mente de Satanás: una maldición gravita sobre estas tierras al caer la noche por que las almas de los difuntos que mueren en pecado, no hallan nunca el descanso.
Pierre sintió una bocanada de aire húmedo y frío recorriendo su espalda; un prodigioso hormigueo de nervios le corría por todo el cuerpo, sus pensamientos se removían en un torrente de ideas inconexas. De súbito, alguien detrás suyo lanzó un alarido de horror que rompió aquel tenso silencio haciéndole brincar de su asiento.
Todos rieron al unísono excepto él, que se giró bruscamente hacia los dos ocupantes de atrás y encarándose con ellos, se enzarzó en un torpe forcejeo de manos que subían y bajaban entrechocando unas con otras.
-¡Basta niños!: restalló Gerome, haciendo gala de sus dotes de mando. Casi al instante, Pierre se giró acomodándose de nuevo en su asiento para escuchar las palabras de su hermano:
-Te hemos traído aquí por que debes superar la prueba de iniciación que exigimos a todo aquel que quiera formar parte de nuestra hermandad.
Pierre se encogió de hombros:
-¿Y en qué consiste esa prueba?.
-¿No lo adivinas?: sonó la voz burlona de Jean Louis detrás suyo, ahogada por la risa.
Pierre se volvió hacia ellos y les miró fijamente sin saber qué responder, pero mostrando una clara actitud hostil hacia ellos.
-No todos pueden entrar en nuestra hermandad: prosiguió Gerome-Somos exclusivos, tenemos la patente: tuya es la elección, nuestra la decisión. ¿Quiénes llaman a nuestra puerta?: todos o casi todos. ¿Quiénes quedan fuera de juego? los repipis, los catetos, relamidos y la puta clase obrera.
-No te olvides de nuestras madres: intervino Jean Louis. Todos volvieron a reir al unísono excepto Pierre que decidió no sumarse a las bromas por saberse objeto de las mismas.
-Vais a dejarme aquí solo durante toda la noche…¿Verdad?: suspiró Pierre con resignación.
Gerome resopló fingiendo hastío:
-Por favor…¿Cómo se te ocurre pensar que tu propio hermano podría a dejarte aquí solo pasando frío?: menudo sería yo si te abandonara sin una linterna y un saco de dormir.
Dicho esto, sacó las llaves del contacto y entregándoselas dijo:
-Anda, abre el maletero.
Para Pierre, depender de su hermano, comenzaba a suponer un lastre y en lo referente a la hermandad: pertenecer a ella, distaba mucho de ser un objetivo prioritario, pero conocía las reglas del juego y sabía que como recién llegado, debía transmitir una cierta imagen al exterior, algo que le ayudara a integrarse en el sistema.
Salió del coche, indeciso acerca de lo que debía hacer cuando estuviera allí solo. Una vez afuera, sintió el frío recorriendo su espina dorsal: era una sensación intensa y turbadora. Abrió el portamaletas y se puso a hurgar en su interior, sus manos no tardaron en cerrarse en torno a la linterna: era un objeto largo y pesado; pulsó el interruptor para probar si estaba cargada y cuando el primer haz luminoso alumbró el enjambre de objetos que se amontonaban allí, creyó ver durante un instante lo que parecía una despensa atroz de miembros humanos troceados, extremidades amputadas y cabezas cortadas. Pierre tenía la mente atiborrada de impulsos y su cuerpo entero comenzaba a experimentar una sensación de parálisis que le hacía permanecer inmóvil, con la mirada fija en el maletero hasta que volvió a oír la voz de su hermano, arrancándole de su arrebato:
-Acabas de superar la primera prueba con los maniquís troceados: bravo; ya tienes una bonificación.
-¿Cómo era eso?: titubeó Pierre-¿Cuándo vas a madurar?: ¿No era así?.
Jean Louis asomó la cabeza por la ventanilla y dijo:
-Piensa que cuando estés en la hermandad, podrás lucir uno de nuestros chalecos con tus iniciales grabadas en la solapa.
-A la mierda: espetó Pierre mientras cerraba el capó y caminaba hacia la ventanilla para devolverle a su hermano las llaves.
Gerome puso el coche en marcha y comenzó a maniobrar para encararlo de nuevo hacia la carretera y bajó levemente el cristal de su ventanilla para gritarle a la sombra de Pierre que se alejaba en la penumbra:
-¡Volveremos a recogerte por la mañana. No se te ocurra hacer trampas y abandonar tu puesto, aunque no podrías: hay cuarenta quilómetros hasta el pueblo más cercano, y morirías por congelación antes de llegar hasta allí!.
Pierre se echó el saco de dormir a la espalda y con la linterna en la otra mano, se dispuso a subir por la cuesta que conducía al castillo. El coche pasó detrás de él y se volvió hacia ellos alzando la linterna en gesto de saludo mientras se alejaban. Esperó a ver desaparecer el coche, entonces sintió un vacío en el estomago mientras el motor gruñía y tosía a lo lejos. Las voces y las risas de su hermano y acompañantes sonaban cada vez más débiles y el ruido del coche se fue apagando gradualmente hasta quedar convertido en un zumbido lejano que también terminó por desaparecer.
Pierre recorrió lo que le rodeaba con la mirada, inspeccionando su entorno con ojos de niño extraviado: contempló las nubes, las estrellas que parpadeaban en el cielo y los ojos de la luna mirándole desde lo alto. La niebla se deslizaba sobre las ruinas de aquel castillo creando extrañas sombras en movimiento y el foco de su linterna bailaba errático creando formas fugaces entre la neblina. Caminando con paso indeciso, inició su breve ascenso a lo largo de la colina y a medida que subía, una brisa convulsiva azotaba su rostro; era un aire gélido que traspasaba sus ropas y le humedecía los huesos.
Cuando llegó hasta los mutilados tramos de muralla, una nueva ráfaga de viento helado penetró en su cuerpo, dispersándose a través de este y haciendo que vibraran todas sus articulaciones. El haz de su linterna oscilaba a derecha e izquierda estrellándose contra los muros y ensanchándose hasta difuminarse allí donde la muralla desaparecía exhibiendo formas y borrones imprecisos.
De pronto, un estruendoso trueno retumbó con un alarido tremendo seguido de un súbito y violento chapoteo sobre el blando suelo de grava.
Pierre corrió hacia el castillo para resguardarse de la lluvia, franqueó uno de aquellos huecos saltando sobre los escombros que se hacinaban en el suelo y comenzó a deambular en el interior con la intención de hallar un rincón donde la lluvia no traspasara los amplios huecos del techo, las extrañas ilusiones visuales que la luz artificial evocaba en aquel lugar comenzaban a adquirir formas que su imaginación moldeaba caprichosamente, su vista divagaba inquieta intentando abarcar la extensión de aquel lugar: las columnas que conservaban su estructura íntegra, parecían elevarse hasta el propio cielo, y el techo era una lejana y ondulante sucesión de cúpulas perforadas cuya estructura parecía temblar con el simple impacto de la lluvia. Pierre quiso disfrazar para consigo mismo la siniestra realidad que le rodeaba pero su cerebro cedía de forma lenta y progresiva ante algo que no lograba entender. Sus pensamientos eran inconexos, su vista se extraviaba sumergiéndose en el vacío y volviendo a emerger de él atónita y perpleja. Lo siguiente que experimentó, fue un deseo irresistible por recuperar el control sobre sí mismo, y aunque tan sólo buscaba un subterfugio que le ayudara a paliar un temor mal reprimido, algo estaba cambiando en sentido contrario y siguiendo una sutil línea ascendente. Sus pensamientos discurrían a una velocidad vertiginosa realizando sencillos cálculos matemáticos en un duelo consigo mismo y con su alter ego pero el peso de la inercia era más fuerte que sus torpes intentos por ignorar la naturaleza de su entorno: su imaginación comenzó a trazar líneas y curvaturas, rellenando los espacios vacios en sombra y dándoles forma. Por cada rincón comenzaron a discurrir sombras e imágenes de cosas sin rostro pero dotados de largas garras que avanzaban sigilosamente hacia él, su mente comenzaba a sentirse transgresora de una realidad que aun no había sido traspasada por el bisturí de la razón.
La linterna comenzó a parpadear y a emitir una escala de tonos amarillentos cada vez más débiles en intensidad hasta que terminó apagándose por completo. Pierre agitó la linterna repetidas veces antes de darse por vencido pues el agua que empapaba sus manos y su ropa había fundido también en la batería. Miró a su alrededor para constatar que sus ojos ya se habían habituado a ver en la oscuridad, miró hacia arriba y vio que se hallaba en una estancia con un techo cubierto en su totalidad y notablemente más bajo que las quebradizas cúpulas que había dejado atrás, lo cual le tranquilizó, pensó que había llegado el momento de buscar un rincón donde desplegar el saco de dormir y encogerse en su interior a esperar las primeras luces del alba; quizás el cansancio acumulado y el hecho de entrar en calor, le ayudaran a conciliar el sueño disipando sus miedos.
Dejó el saco de dormir y la linterna al lado de una pared y comenzó a tantear el suelo con sus botas retirando montones de piedras diminutas que iba esparciendo para dejar un hueco libre de escombros. Pero en ese momento, creyó escuchar un sonido de voces apagadas y de lamentos que parecían aproximarse lentamente. Al poco rato, volvieron a distorsionarse y a cobrar forma las sombras que para sus pupilas ya no eran manchas grises y amorfas sino toda clase de engendros y de seres que pueblan las estancias del purgatorio. Pero esta vez: parecía real y no era un sueño; avanzaban hacia él caminando entre convulsiones: por ahora, los veía desde lejos, pero si permanecía allí quieto, pronto los tendría delante; quería echar a correr, pero sus piernas no le respondían; se hallaba paralizado sobrecogido por el horror.
En unos segundos se mostró ante él una fantasmagórica procesión de carcomidos y putrefactos cadáveres jadeando en una convulsión permanente; una extraña luz emanaba a través de ellos envolviendo sus siluetas con un aura amarillenta. Pierre se esforzaba tozudamente por recuperar el control sobre sí mismo: quiso gritar pero sentía la garganta agarrotada y tenía mudas las cuerdas vocales. Ordenó a una pierna moverse hacia delante pero esta quedó inmóvil, temblando descontroladamente.
Un cuerpo parecido a un muñón cubierto por un traje blanco agitaba sus brazos frente a él. Retrocedió mareado, exhalando su primer grito que se mezcló con las jadeantes voces que sonaban a su alrededor. Sus piernas se agitaban eléctricamente entre convulsiones, el aire que llegaba a sus pulmones no era suficiente para oxigenar una sangre que bombeaba a velocidad vertiginosa. Perdió el centro de gravedad y cayó al suelo resollando de rodillas entre sollozos convulsivos, siguió perdiendo el equilibrio y terminó desplomándose contra el suelo al tiempo que alzaba involuntariamente la mirada. Ahora, pese al intenso frío reinante, estaba bañado en sudor; se aferraba al húmedo suelo como buscando inconscientemente una salida, las sombras se cerraban en torno a él, ahora las tenía tan cerca que casi podía sentir su aliento. Trató de cerrar los ojos sin lograrlo; sentía como se dilataba su corazón, como todos sus músculos se quedaban aletargados, temblaba y comenzó a arrastrarse como si luchara por librarse de la succión fangosa de una ciénaga.
Las tres siluetas luminosas emergieron de entre las sombras y avanzaron hasta el centro de una oscura sala de paredes ennegrecidas sostenida por gruesos pilares. Una de las siluetas se adelantó a las demás, se quedó parada justo en el centro de la sala, dirigió una mirada en torno suyo e hizo una señal. Fue entonces cuando, con un rápido movimiento, las tres siluetas se desprendieron a la vez de las lívidas telas que envolvían sus cuerpos, al instante, aparecieron los semblantes de quienes habían ocultado su identidad tras las telas: eran Gerome, Jean Louis y Ricci: sus expresiones iban desde la risa burlona hasta el reproche más severo.
-¿Le habéis visto bien?: rezongó Gerome jocoso- Ya os dije que la idea era perfecta; el ambiente propicio y la linterna escondida bajo una sábana pueden causar estragos en mentes propensas a la fabulación. Ahora repetid conmigo: Gerome, eres el mejor. Gracias, gracias: se que no me lo merezco.
El nulo eco que tuvieron sus comentarios en los rostros inquisitivos de sus dos compinches, le hicieron cambiar de actitud.
-Pero bueno: ¿Qué os pasa ahora?. ¿Es que habéis visto un fantasma?.
-Maldita la gracia que me hace todo esto: opinó Jean Louis-Creo que nos hemos pasado; mejor aún: creo que te has pasado.
-Tiene razón: corroboró Ricci-Yo solo tuve que correr desnudo por el campo de fútbol. ¿Porqué has obligado a tu hermano a pasar una prueba tan dura?.
Gerome comenzaba a sentirse incómodo.
-Pues bueno ¿Y qué?: nadie podrá acusarme ahora de conceder tratos favoritarios a nadie.
Jean Louis y Ricci seguían mirándole en silencio y Gerome temía ya estar perdiendo el don de mostrarse como un líder infalible ante ellos.
-Está bien: capituló- Lo admito: creo que me he excedido; vamos a buscar a ese marica y le pediremos disculpas, luego subiremos todos al coche, iremos hasta el pueblo más cercano y celebraremos la nueva incorporación. ¿De acuerdo?.
-Como quieras: terció Jean Louis-Eres el socio fundador.
Decidieron separarse y marcharon en direcciones opuestas: Gerome se puso a buscar a través del ala norte del castillo, este caminaba apresuradamente moviendo su linterna con nerviosismo y llamando a su hermano a gritos. Repentinamente, comenzó a notar la oscuridad muy poco menos que total, su linterna se estaba quedando sin batería y las formas que llegaban hasta su retina se tornaron vagas e imprecisas; su estado de ánimo fue cambiando paulatinamente a medida que percibía la situación de soledad y desamparo en la cual se hallaba. Súbitamente, se vio envuelto por una bocanada de aire gélido que le heló la sangre y sus ojos comenzaron a trazar líneas y curvaturas en la oscuridad, dibujando formas de seres que le acechaban, agazapados tras las columnas. Sin saberlo, había iniciado una lucha fútil consigo mismo, sus propios pasos le sonaban indecisos, impregnados de una absurda cautela, pero estaba tan dividido entre sus diferentes miedos que mientras una porción de su mente quería huir de allí, la otra le ordenaba que permaneciera allí dentro y que fuera consecuente con sus actos. Momentos más tarde, todo pareció volcarse a favor de sus temores: los rápidos pasos de varias personas que parecían huir de algo, retumbaron acompañadas de gritos desgarradores. Entonces, el miedo surgió en su forma más primitiva, era un miedo obsesivo, nacido en el microcosmos del individuo para el que no estaba preparado.
Muchas expresiones debieron dibujarse en aquellos momentos en su rostro: de sorpresa, de indecisión, de pánico…el miedo le impedía reaccionar y tuvo una sensación como de hielo, luego un calor sofocante. Le pareció que su corazón iba a estallar, superada esta fase, comenzó a correr sin rumbo fijo por aquellas salas. La oscuridad le envolvía por todas partes y el eco de sus zancadas rebotaba en las paredes creando el efecto sonoro de unos pasos veloces persiguiéndole.
Paró al ver algo tendido en el suelo, se acercó y pese a la oscuridad que distorsionaba las formas: vio el cuerpo de Jean Louis, arrebujado en la pared, con un pavoroso rictus de horror impreso en su rostro.
-¿Qué ocurre?: interrogó Gerome mientras le cogía por la solapa del cuello y lo zarandeaba desesperadamente-¿Qué ha pasado aquí?. ¡Responde!.
Jean Louis le miró sin expresión. Gerome intentó levantarle en vano y al soltarle, cayó como un muerto. Una especie de balbuceo brotó de su garganta, como un lamento sordo, y quedó allí tendido, mirándole fijamente y sin parpadear, mudo y con la mirada perdida, respirando entre gemidos.
Gerome reanudó su carrera, perseguido por los ecos de sus propias pisadas. Algo más allá, encontró a Ricci que yacía sentado en el suelo con una expresión absurda en su semblante; su camisa estaba hecha jirones, su chaleco y los pantalones junto con los zapatos que yacían a un lado en un deplorable amasijo, su lengua torcida colgaba fláccidamente, como si hubiera perdido todo control sobre ella; todo su rostro había quedado deformado, con los músculos reposando en maneras de niñez.
Gerome emitió un grito de pánico, un grito del que minutos antes, él mismo se habría mofado y reanudó su carrera desesperada sin reparar en ninguno de cuantos obstáculos se interponían en su camino, haciéndole tropezar y hasta cortándole el paso: cayó varias veces al suelo, revolcándose entre los escombros, luego se dio de bruces contra uno de los muros y el impacto le hizo salir despedido hacia atrás pero volvió a levantarse magullado y sin reparar en sus dos dientes partidos. Cuando sus piernas se negaron definitivamente a sostenerle, iba con la espalda arqueada hacia delante, lo que impulsó su cuerpo arrastrándole varios metros, quiso levantarse, pero sus piernas eran como dos huesos fláccidos que se doblaban bajo su propio peso. Fue entonces cuando vio una misteriosa figura que caminaba hacia él: iba con paso torpe pero decidido, tropezando y abriéndose camino penosamente entre los múltiples obstáculos que había diseminados por el suelo. Cuando Gerome pudo distinguir el rostro que emergía de las sombras, tembló sobrecogido y en un vano intento de vencer la parálisis que le atenazaba, quiso incorporarse de nuevo y echar a correr, pero solo consiguió gatear unos cuantos metros antes de volver a caer al suelo.
-¡Vete, déjame en paz!: gritó con voz lastimera; el aire fluía entre los huecos de sus dientes distorsionando su voz y su boca se inundaba con la sangre que manaba de sus encías. Cuando, finalmente: el miedo que sentía se convirtió en una mortaja que anudaba sus cuerdas vocales: comenzó a jadear respirando entrecortadamente: él mismo, sin saberlo, había abierto una puerta que ya nunca podría cerrar. Su hermano; su propia imagen reflejada en el espejo, se había convertido en algo monstruoso, casi diabólico: era la representación material de sus miedos más recónditos y su rostro; aquel rostro deforme que bien podía ser una parodia grotesca de su propio rostro: era la imagen muda de la locura llevada al extremo; el caos mental que surge tras la nada; la antítesis del ser, el horror de la nada que había tomado forma para habitar en lo visible.
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