Días de trigo


Había permanecido tres largos años apartado de casa, esperando un reencuentro al que me había acostumbrado a ver desde lejos, tocado por la amarga mueca del infortunio. Durante todo ese tiempo, la guerra me había nombrado figurante de la representación, procurándome siempre un papel y un lugar en el escenario, pero tras haber participado en la última gran batalla que tuvo lugar en tierras del Ebro, vi llegado el momento de volver con los míos al lugar desde donde sentía sollozar la tierra con el amargo recuerdo de mi partida.
Llegué tras un largo viaje en tren sin apartar la vista de la ventanilla en todo ese tiempo y cuando llegué a mi destino, me dispuse a seguir la senda tantas veces recorrida a través del trigal, desabrochando mi camisa mientras andaba; era media tarde y el viciado calor caía sobre el valle como una losa. A ambos lados del camino, los campos de trigo aparecían secos y polvorientos y a medida que llegaba, fui viendo las miradas de derrota en las caras, ahora desconocidas que me salían al paso. Transcurridos algunos minutos, me detuve para observar la oxidada reja que rodeaba el muro tras un camino serpenteante de piedra: había llegado a casa.
La guerra había dejado al pueblo sin mano de obra, la cosecha del pasado año se había perdido en todo el valle y el ganado había sido sacrificado para atender las necesidades más inmediatas; todo el pueblo esperaba con ansiedad la llegada de aquellos que se vieron obligados a partir y el llanto por cada pérdida era doblemente amargo. Cada día tenía lugar un funeral en la Iglesia, después salía el cortejo recorriendo todo el pueblo, daba una vuelta a la plaza mayor y partía hacia el cementerio. Por todas partes se respiraba un aire de languidez que solo se disipaba con las luces del alba y el recorrido diario hacia el campo donde florecían las espigas.
Y llegó el tiempo de la siega, cada día, a primera hora de la mañana, nos levantábamos para ir a trabajar, los amaneceres eran brillantes y soleados, el cielo era casi siempre azul y el aire de la mañana tenía un olor penetrante. Cantábamos al empezar y cantábamos mientras caían las espigas como brotes de oro al partirse el tallo que las sujetaba. Mientras iba cortando el trigo, solía mirar el cielo que a veces aparecía azul y otras veces cubierto por una capa uniforme de nubes blancas. Cuando a la última hora del atardecer, volvíamos llevando el grano a almacenar: nuestras voces eran un ilusionado susurro de cansancio entibiado por el sol. Llevábamos el cuerpo cubierto por el polvo del trigo que se pegaba a la piel con el sudor, nuestras espaldas ardían por el calor pero nos sentíamos dichosos y así lo expresaban las amplias sonrisas de nuestros cuerpos tostados por el sol.
Las mujeres iban y venían de las fuentes cargadas con ropa que llevaban en cubetas de madera y al coincidir con ellas en la vuelta del trabajo, nuestros cuerpos sudorosos quedaban bañados por ese olor que desprendía el jabón y la ropa mojada.
Llevaba días intentando coincidir en mi camino con Irene ya que apenas habíamos tenido ocasión de hablar desde mi regreso, y mi partida, aunque anunciada, había sido precipitada, como prolongada había sido también mi ausencia. Pero el momento esperado llegó y fue durante una tarde, mientras regresaba de trabajar; la vi a un lado del camino caminando sola y me separé del grupo para correr a su encuentro. Ella se giró al oírme llegar y me recibió con una amplia sonrisa dibujada en los labios. Cuando estuve frente a ella, dejé el saco en el suelo y le di la amapola tardía que había recogido. Nos preguntamos mutuamente por nuestras familias, hablamos pero algo en su dulce voz me conmovió y me inquietó a la vez, pronto advertí en su mirada un atisbo de miedo y vi como su sonrisa se apagaba lentamente. Pequeñas nubes pasaron por encima del camino deshaciéndose en el aire. Acariciando su barbilla, levanté su rostro hasta que sus ojos coincidieron con los míos y dije:
-Todo aquello ya es agua pasada: el odio que engendró aquella guerra ya está olvidado; no hay sitio en nuestros corazones para el rencor, y nuestras manos están muy ocupadas trabajando la tierra.
Entretanto, los días seguían su curso: por la mañana íbamos a trabajar y a veces, tras terminar la faena en el campo, solíamos ayudar a reparar los desperfectos de las casas. Cada Domingo por la mañana nos reuníamos en la plaza mayor para ir juntos a la Iglesia pero aquellas amplias sonrisas al reencontrarnos luciendo nuestras mejores galas se evaporaban con un mudo sentimiento de tristeza por los seres queridos cuyos rostros ausentes podían verse en los agujeros que las balas habían dejado sobre las piedras. Sentados en la plaza del ayuntamiento, charlábamos y reíamos hasta que la luz del sol se ponía sobre las fachadas y una inmensa sombra caía sobre la llanura, pero al llegar la mañana, un tapiz de cordeles dorados ondulaba sus tallos de dorados filamentos mecidos con la suave mano con la que saludaban a las nubes.
Durante aquellos días, mis pensamientos siempre regresaban con Irene, su nombre era música entonada por el viento, una onda de aire sin origen ni destino: pensaba que si nos casábamos, podríamos recomponer nuestras vidas transfiguradas por la desdicha, ella me daría un hijo y yo con mi trabajo y mi esfuerzo, dedicaría el resto de mi vida a hacerla feliz. Harto de hablar una y mil veces conmigo mismo, busqué de nuevo el momento en el que pudiéramos vernos a solas y le hice la pregunta que aleteaba bulliciosa en mis labios, pero llegado ese momento, mi voz era tenue y confusa.Ella contestó emocionada que sí, luego nos besamos por primera vez y el largo beso que unió nuestros labios dejó en los míos un gusto dulce y salado.
El día se aproximaba y yo debía ir a pedir oficialmente la mano de Irene, si todo salía bien, fijaríamos el día de la boda y si me lo proponía, podía verla cosiendo retales para tener listo el ajuar. Si cerraba los ojos, podía verla en el mar oscilante del valle: su espalda, del mismo color que el grano, casi se confundía con él, tendida sobre una cama pisoteada de trigo, la veía mirándome sonriente, pero siempre desaparecía absorbida por la distancia. En aquellos momentos, sentía revivir mi pasado más reciente; aquel que quería olvidar pero que permanecía sepultado en un lugar de mi memoria.
Llegó el día de la boda, ese sueño tímido de nuestra infancia se había hecho realidad. Irene llevaba un vestido largo de encaje y cola larga que había pertenecido a su madre y mientras caminaba, parecía deslizarse a través de una cortina de nubes. El paseo hasta el altar fue largo y lento y la ceremonia no fue ni simple ni breve, curiosamente fue sonora y brillante. Habían asistido todos y la gente se amontonaba en las puertas de la Iglesia desparramándose por toda la plaza. Después, la fiesta se prolongó hasta el anochecer. Bebimos y bailamos y por encima de los estruendosos latidos de mi corazón, escuchaba las subidas y bajadas constantes de la orquesta entre aullidos y tarareos. El aire vibró y el tiempo se detuvo durante aquella tarde. Nada nos preocupaba, podíamos vivir sin otro sustento que la miel que fluía de nuestros labios al besarnos. Anochecía en nuestras vidas pasadas y un amanecer largo y soleado asomaba tras las nubes. Horas más tarde, habíamos quedado solos, al entrar en casa, ella cerró cuidadosamente la puerta haciendo girar el tirador, luego se encaminó delicadamente hacia la habitación y me pidió que la esperara.
Transcurridos unos minutos, observaba la rajada pintura del techo y el tosco crucifijo que colgaba sobre una de las paredes. Me acerqué a la ventana y miré a través de ella: el cielo tenía un color tenue y la columna de tejados que partían desde mi casa parecían grises y monótonos bajo la deprimente luz. Entonces, escuché la voz de Irene, comedida e impaciente, llamándome desde la habitación y yo sentí como un deseo apremiante se apoderaba de mí al dirigir mis pasos hacia la puerta y precipitarme hasta donde estaba ella tumbada, la cubrí con mi cuerpo besando sus labios, ahogando sus pequeñas exclamaciones y sus hondos suspiros con mi boca. Sus miembros se estremecían bajo los míos, sentía su aliento ahogado y el ronco estertor que le acompañó. Súbitamente comenzó a gritar, sus muslos se cerraron y comenzó a forcejear para librarse de mí. De pronto, me vi babeando ante el olor de su carne y algo se apoderó súbitamente de mí: la habitación se cubrió de diferentes colores y finalmente desapareció. En la pérdida de los sentidos que siguió, no pude controlar el tiempo y cuando volví a recuperar mis sentidos, mis manos sujetaban su cuello. Ya no era ella, su rostro estaba desfigurado y azulado, sus grandes y redondos ojos habían quedado hinchados y enrojecidos y su lengua colgaba fláccida y retorcida. Me aparté de ella con un estremecimiento por que volvían aquellos terribles recuerdos de actos en los que yo había participado, pero ahora ya no estaba en algún lugar del frente, arropado por las voces y arengas de mis camaradas: estaba en una habitación oscura, envuelto por un pesado silencio y la persona que tenía frente a mí no era una mujer capturada al bando enemigo, golpeada, ultrajada y moribunda tras habernos tomado nuestro derecho sobre el botín: el cuerpo inerte y sin vida que tenía delante de mí era el de la persona que más amaba en el mundo, y yo la había matado…
Durante los últimos meses, he tenido mucho tiempo para pensar; la oscuridad de mi celda invita a la reflexión. Ya se ha disipado por completo la neblina que cubría mis recuerdos y se han abierto los canales de mi memoria dejando libre mi pasado. Todo el dolor que he causado lo he vivido acrecentado por el fuego que sentía arder en mis entrañas. Aquí dentro, los días son largos, monótonos y silenciosos. No tengo miedo ni me siento nervioso; por ahora estoy tranquilo pero…¿Y después?: ¿Podré resistir sin que el miedo acuda a mí en el último segundo?. No soy capaz de predecirlo; ahora solo noto un vacío dentro de mí; un vacío en mi interior imposible de describir.
Dentro de unos días, seré conducido a través del largo pasillo que se vislumbra tras la rejilla de la puerta metálica, me sentaré en lo alto del cadalso donde seré amordazado y una argolla metálica se cerrará entre mi cuello y el poste, luego esperaré a que empiece a girar el tornillo que cerrará la argolla partiendo mi cuello. Pero esto solo es el principio; se que después me espera un largo viaje con un destino incierto. El demonio que anida en mi interior me observa agazapado y sé que cuando yo muera, él se irá conmigo.

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