Carne


Todo empezó con hechos aislados, pero en la calle ya se palpaba el descontento y la tensión ideológica del momento, algunos se aventuraron a hablar de lo que se avecinaba, pero enseguida fueron tildados de agoreros, con el tiempo llegaron las huelgas, las agitaciones callejeras. Justo en aquel entonces, di a luz a mi segundo hijo. Más tarde sobrevino el caos y el desorden, las cargas policiales, los tiroteos y los ajustes de cuentas. Por aquellas fechas, yo ya había vuelto a quedarme embarazada. Se hablaba de golpes de estado, de revoluciones; todo era muy confuso, transcurrieron varios meses y Juan se marchó junto con los demás en medio de todo aquel revuelo. El ultimo recuerdo que guardo de él es subido al estribo de aquella furgoneta Renault destartalada cantando a coro con los demás mientras agitaba el brazo con el que sujetaba su ametralladora.
Con el transcurso de los meses, ya nadie dudaba de la nueva realidad que nos había tocado vivir: era la guerra, las alarmas sonaban casi todas las noches, los silbidos de las bombas al caer eran un fatídico sorteo que podía escoger a cualquiera por igual. Y fue en el transcurso de un bombardeo cuando di a luz de nuevo; estaba en el refugio antiaéreo y recuerdo que las bombas caían muy cerca y las paredes temblaban como si la piedra que nos arropaba fuera la piel de un organismo frágil y recubierto de tendones y ligamentos lacerados.
Cuando vi a todo el mundo saliendo a la calle para recibir a las tropas victoriosas que llegaban desfilando por la calle principal, muchos decían que había llegado la paz, pero para mí, aquella paz me sonaba a venganza, y no me equivocaba: el propio tiempo se ocupó de confirmar mis presentimientos.
Nunca más volví a ver a Juan ni a nadie de cuantos se marcharon con él. Algunos de mis vecinos fueron arrestados y tampoco regresaron. Sabía que a cualquier hora, alguien podía llamar a mi puerta para llevarme a una de aquellas celdas donde esperaban los que iban a ser fusilados, pero mientras tanto, debía alimentar a mis retoños, y esto me obligaba a desempeñar un papel para el que estaba poco o nada preparada: debía ejercer como único cabeza de familia, lo que me llevó a suplicar trabajo como sirvienta. La familia que me acogió eran viejos conocidos de mis padres y por esta razón, puse todo mi empeño en ganarme su simpatía, pero ellos sabían que mi difunto marido había estado luchando para el bando contrario, aquellos que pretendían expropiar todas sus posesiones. Por esta razón, debía soportar con resignación las humillaciones a las que me sometía la señora, y cuando esta se ausentaba para acudir a misa, debía también colmar de favores al señor, sin olvidar eso sí: que había sido el sentimiento de caridad cristiana el que les había llevado a ambos a aceptarme en su casa, por ser una pobre viuda con tres hijos a su cargo.
Aquella tarde, el señor había estado inusualmente alterado, no cesaba de manosearme y de perseguirme por toda la casa pero la señora se había marchado indicándome un cuadro de tareas a realizar que iban a mantenerme ocupada todo el tiempo: tenía que sacar el polvo a todos los rincones de la casa, sacar brillo a la plata, limpiar las cristaleras y tenerlo todo terminado cuando llegara ella de la Iglesia.
Terminé quedándome dos horas más y la señora me lo compensó añadiendo tres huevos a la cesta de comida que llevaba como pago a mis servicios.
Era de noche cuando regresaba a casa y llevaba la bolsa con los huevos, un cuarto de carne picada, cien gramos de harina y una lata de leche en polvo. Me sentía dolorida y fatigada, pero pensando en la satisfacción que experimentaría mi ánimo al ver a mis hijos comiendo.
Recorrí el barrio residencial con paso apresurado, crucé el puente que pasaba por encima de la carretera con su serpenteante extensión iluminada tan solo por una farola sobre cuya luz fantasmagórica flotaba una nube de moscas erráticas, traspasé un espacio en ruinas con vallas a ambos lados y me dispuse a cruzar el largo sendero que conducía hasta mi casa. Por aquel entonces, ya debí haberme percatado de que estaba siendo seguida, pero el ansia que sentía me impidió mirar a mi alrededor y escuchar los pasos que sonaban detrás de mí, incluso me adentré sendero a través, lo que me convirtió en un blanco fácil: una mujer sola cruzando un sendero sumido en la oscuridad, noche cerrada, un perro que ladra, sombras acechando…pude verlo furtivamente y oír sus pisadas apresuradas precipitándose hacia mí antes de ser envuelta por su abrazo nervioso. A duras penas logré escabullirme, lo que me obligó a soltar la cesta con la comida, entonces, mis piernas se dispararon como resortes y recorrí los últimos metros que me separaban de casa en una carrera frenética, perseguida a corta distancia. Cuando llegué al portal, sentí que mis piernas temblaban, la cosa que me perseguía, boqueaba sofocada, la tenía casi encima, con el ruido de sus exhalaciones nerviosas resonando en mis oídos: busqué el manojo de llaves, me puse a forcejear con la cerradura, abrí la puerta, me lancé adentro sintiendo su aliento sobre mi nuca y empujé la puerta con todas mis fuerzas.
Eché la llave a la puerta, luego cerré todas las ventanas y contraventanas y cuando acabé, respiré hondo, fui hacia el dormitorio donde dormían dos de mis hijos y abrí la puerta sigilosamente: entré y al verlos a través de la penumbra, me embargó una inmensa tristeza sabiendo que no había estado allí para acostarles y arroparles y que ni tan siquiera habían cenado: ellos dormían con las sábanas y las mantas revueltas en torno a sus extremidades. Me incliné para estirar la ropa que debía cubrirles y en ese momento, oí el balbuceo proveniente de la habitación donde dormía el más pequeño.
Fui hasta la cuna y al comprobar que estaba despierto, lo cogí cariñosamente acunándolo con el balanceo de mis brazos. El, con sus manitas aferradas a mi pecho reseco, tiraba de él hacia su boca con ansia y yo, sabiendo que pronto sería incapaz por mí misma de aportarle ese alimento que su frágil cuerpo inacabado demandaba, seguí acunándole entre nana y nana hasta que volvió a quedar dormido.
Pensé en la cesta que había caído durante el forcejeo: los huevos ya podía darlos por perdidos, pero tenía que recuperar el resto a toda costa: mis hijos necesitaban carne, aunque fuera picada; con la harina y un poco de aceite que lograra conseguir, podía hacer tortas y la leche en polvo podía dar para varios biberones. Estaba segura de que si recorría todo el trayecto de mi huída en sentido inverso, hallaría el lugar exacto donde había caído la bolsa, pero cabía la posibilidad de que aquel intruso siguiera allí afuera, dando vueltas alrededor de la casa. De todos modos, ya había transcurrido el tiempo suficiente para que se aburriera, dándose por vencido y en cualquier caso, yo no podía dejar la comida de mis hijos tirada en medio de un sendero con perros merodeando por toda la zona: debía arriesgarme, no tenía otra opción.
Crucé la casa a oscuras y quedé parada frente a la puerta; el silencio era total, casi mortuorio. Lentamente comencé a girar el picaporte y este se abrió con un chasquido seco. Entonces, la puerta se abrió violentamente empujándome hacia atrás y apareció él, como surgido de la nada. Sin darme tiempo a reaccionar, me cogió, alzándome del suelo y me llevó en volandas hasta la mesa de la cocina. Su abrazo me envolvió, aplastándome los costados, tenía la sensación de ser sepultada bajo pliegues de carne que se me antojaban tan pesados como una mole y de nada me servía ahora forcejear. Puso una mano sobre mi boca, cerrándola para que no gritara pero yo no tenía ninguna intención de hacerlo; me habría dejado arrancar la piel a tiras sin emitir el menor quejido para no despertar a los niños.
Y llegó la penetración; comenzaron las sacudidas, yo le escuchaba jadear y este parecía hincharse y contraerse al ritmo de su propia respiración entrecortada. Seguía sin verle el rostro, mi vista había quedado fija en el techo; en el cable desnudo que sostenía la bombilla. Alargué la mano que se cerró en torno al mango de aquel cuchillo y esperé a que menguaran las acometidas. Estas duraron unos dos minutos y cuando alcanzaron su punto más álgido, pararon en seco. Entonces, tirándole del pelo: alcé su cabeza y lancé el cuchillo tan fuerte como pude contra su cuello. Cuando cambié de posición, seguía sin distinguir sus rasgos deformados en la penumbra, mi atención estaba concentrada en otras cosas: no podía permitirme que gritara, por eso procuré que la siguiente cuchillada le llegara hasta el hueso y al tercer golpe ya lo había conseguido: vi como el cuerpo se levantaba tambaleándose mientras yo me revolvía, asestándole patadas para apartarme de él. Aún sostenía su cabeza en mi mano, cogida por el pelo: tenía los ojos muy abiertos y estos parecían observarme con aturdimiento. El aire de la sala se inundó de un olor penetrante que me obligó a emplear todos mis esfuerzos en reprimir el pánico y las nauseas que me asaltaban. Entonces, sobrevino una súbita perdida de lucidez, el tránsito hacia una suerte de pálida tiniebla, pero de inmediato comprendí que aún no había terminado la misión; esta de hecho, no había ni comenzado y tampoco podía postergarse; el descanso ya llegaría mas tarde.
Durante las horas siguientes, el cuerpo inmóvil que yacía en el suelo, comenzó a desmenuzarse con cada golpe de cuchillo, formando lazos de un líquido fangoso que se colaba por los desagües, primero separé las extremidades del cuerpo y le corté los genitales, luego abrí su estómago y procedí al vaciado de vísceras, seguí abriendo todo el pecho hacia abajo y tirando de la piel hacia la derecha primero y luego hacia arriba, de este modo, fui descubriendo el tronco hasta arrancarle toda la piel.
Oí que arañaban en la puerta: una manada de perros famélicos habían venido atraídos por el olor de la sangre, sus costillas sobresalían a través de los costados e hilillos de baba colgaban de sus bocas ansiosas. Les arrojé las vísceras, la piel y los intestinos y vi como desaparecían entre el revuelo que se formó allí de inmediato, los más espabilados salieron gruñendo con los mejores trozos colgando entre sus dientes y los otros se marcharon después tras haberse disputado los restos menos jugosos seguidos de cerca por los más rezagados que deberían conformarse con lo que cayera.
La cabeza, los pies y las manos, los introduje en el incinerador de basuras junto con la ropa y los genitales. Los brazos y las piernas los troceé meticulosamente, tronco y extremidades cabían de sobras en la fresquera de la cocina; en ese hueco, a salvo de la humedad, podría conservar la carne durante varios días.
Corté varios trozos procedentes de la vértebra lumbar y encendí la cocina de leña. Me puse a pelar las patatas que quedaban en la despensa y las puse junto con la carne. Cuando comenzó a hervir, bajé el fuego y lo dejé así durante una hora mientras lo removía.
En otra cazuela aparte, puse dos zanahorias cortadas, un puerro, un nabo, perejil, apio y un pellizco de sal. Cuando ya casi había hervido, los puse junto con el cocido y lo seguí removiendo todo durante otra media hora.
Un oscuro velo me cubrió al caer mis párpados pesadamente; una viscosa pantalla de texturas y de colores cambiantes me envolvió y mi cuerpo extenuado se deslizó junto con mi mente en un charco silencioso de penumbra.
Cuando fui arrancada de mi sueño, estaba sentada en la silla de la cocina; de algún lugar indeterminado penetraba un suave destello que encendía mis párpados con una suave claridad de reflejos incandescentes y el vapor del cocido recién hecho saturaba la atmósfera inundando mis fosas nasales. Yo solía levantarme antes de que mis hijos se marcharan al colegio, pero el sopor de mi agotamiento me había mantenido inconsciente más tiempo del que hubiese deseado. Tenía el tiempo justo para cambiarme de ropa y acicalar mi aspecto antes de que empezaran a echarme en falta, y esto fue lo que hice. 
Recorrí con paso apresurado el trayecto diario a través de un trazado que aún seguía evocándome las tensiones vividas durante la noche anterior, crucé aquel mismo sendero, ahora iluminado por una pálida luz matinal, atravesé el puente y me adentré a través del barrio residencial acelerando el paso a medida que me acercaba a la casa.
Desde lejos, vi. a la señora esperándome y al acercarme, pude ver que le temblaban los labios y se retorcía las manos con ansiedad. Cuando estuve frente a ella suspiró:
-Dios mío hija: ¿Has visto a mi marido?
Ante mi negativa, hizo el gesto de santiguarse antes de insistir:
-¿Pero de verdad no sabes nada de él…?
Hizo una pausa para llevarse la mano a la frente, llevada por un conato de desmayo que le hizo tambalearse durante unos segundos y prosiguió:
-Virgen del amor hermoso: pero ¿Dónde se habrá metido este hombre? Si salió de aquí poco después de irte tú, y lleva toda la noche sin aparecer por casa…

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